17 de enero de 2011

La academia


Todo era vano. De nada servían mis esfuerzos por entender aquella frase musical escrita siglos atrás. Sentado al piano resolví que lo que puede parecer a simple vista un mero ejercicio de mecanografía se puede complicar hasta la altura del asunto metafísico más retorcido y enrevesado.

Según la primera profesora de piano que me instruyó jamás llegaría a tocar bien.

No se equivocaba.

Preso por la frustración, cerré la tapa del instrumento y resolví hacerme escritor en aquel mismo instante. Yo no necesitaba el piano, es más, jamás había soñado con ser pianista. Tampoco, a decir verdad, había soñado con ser escritor pero esa es otra cuestión.

Me dediqué a partir de entonces no a ser un buen pianista sino a tratar de disfrutar del piano. Compuse una infinidad de obras, toqué con los músicos más variopintos y diversos que se puedan imaginar, ejercí de músico a sueldo en más de una ocasión… Y a la anochecida, mientras escribía libros materializando mis sueños desbaratados por la amarga realidad de la vida, dirigía una mirada al piano abandonado, lleno de dientes polvorientos. Y acudía hasta mis oídos la voz de aquella profesora con un efecto de eco y reverberación

Con esa mano izquierda nunca serás pianista, nista, nista.

[…]

y después de todo esto escribí “y después de todo esto”, puse un punto, clickeé en el comando archivo, guardar. Cerraré el programa apenas haya tipografiado la consigna, en mayúsculas:

NO A LA ACADEMIA

Y la consiguiente invitación a quemar los pianos, en mayúsculas también

QUEMAD LOS PIANOS

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