Todo era vano. De nada servían mis esfuerzos por entender
aquella frase musical escrita siglos atrás. Sentado al piano resolví que lo que
puede parecer a simple vista un mero ejercicio de mecanografía se puede complicar
hasta la altura del asunto metafísico más retorcido y enrevesado.
Según la primera profesora de piano que me instruyó jamás
llegaría a tocar bien.
No se equivocaba.
Preso por la frustración, cerré la tapa del instrumento y
resolví hacerme escritor en aquel mismo instante. Yo no necesitaba el piano, es
más, jamás había soñado con ser pianista. Tampoco, a decir verdad, había soñado
con ser escritor pero esa es otra cuestión.
Me dediqué a partir de entonces no a ser un buen pianista
sino a tratar de disfrutar del piano. Compuse una infinidad de obras, toqué con
los músicos más variopintos y diversos que se puedan imaginar, ejercí de músico
a sueldo en más de una ocasión… Y a la anochecida, mientras escribía libros
materializando mis sueños desbaratados por la amarga realidad de la vida,
dirigía una mirada al piano abandonado, lleno de dientes polvorientos. Y acudía
hasta mis oídos la voz de aquella profesora con un efecto de eco y
reverberación
Con esa mano izquierda nunca serás pianista, nista, nista.
[…]
y después de todo esto escribí “y después de todo esto”,
puse un punto, clickeé en el comando archivo, guardar. Cerraré el programa
apenas haya tipografiado la consigna, en mayúsculas:
NO A LA ACADEMIA
Y la consiguiente invitación a quemar los pianos, en mayúsculas
también
QUEMAD LOS PIANOS
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