26 de septiembre de 2018

El restaurante italiano

Andaba deambulando por un pueblo costero en busca de un sitio donde comer. Se trataba de un híbrido entre Benidorm y Menorca, con calles estrechas y paredes blancas. Llegaba hasta la trasera de un restaurante italiano y allí una camarera me invitaba a pasar. Eran ya las tres, algo tarde, y no sabía si ofrecían menú. De cualquier forma, escudriñé la carta y comprobé que el menú costaba doce euros. En la trasera del restaurante permanecía sentado un señor italiano de avanzada edad, con cara de pocos amigos. Se trataba del dueño. Entre lo tarde que era, el precio elevado, y este último factor, decliné amablemente la oferta de la camarera, que por otra parte parecía simpática, alegando que en aquel restaurante seguro que se comía bien y que disculpara la actitud de su jefe pues, según la máxima, allí donde peor te tratan es donde mejor comes.

Visité varios puestos de comida rápida y no recuerdo donde acabé, el caso es que, pasados los días, quise invitar a una amiga a este restaurante italiano, a ver qué tal se comía. El menú de doce euros resultó ser bastante bueno. El postre consistía en una suculenta lasaña y envolvimos el plato en papel plata para llevárnoslo. El servicio, que seguía siendo atento y amable, me informó que se podía repetir siempre que hubiera comida y mi amiga me recomendó, para ello, preguntárselo a la jefa de sala, que se distinguía del resto de camareros por ir vestida de verde.

Abandonamos el restaurante y de camino fui comiendo mi porción de lasaña, teniendo cuidado de que la mitad quedara para mi amiga, que se había rezagado (quizá fuera al baño) mientras cruzaba las calles sinuosas de aquel pueblo.

En el camino, me encontré con un amigo actor, que iba a tomar unas cervezas a un bar al que se accedía bajando unas escaleras. Me metí dentro de una furgoneta blanca y encendí las luces, pero no traté de arrancarla. El dueño de la furgoneta estaba sentado en las mesas de un restaurante próximo y en cuanto me vio, vino a reclamar su posesión. Como no había tratado de arrancar el vehículo ni tampoco había embragado ninguna marcha, no había ningún problema aparente.

A mi vuelta a casa, comenté con mis padres mi experiencia en el italiano y, a su juicio, un menú de doce euros resultaba caro, pese a que pudieras repetir. Volví al restaurante para trabajar en él y había realizado una pequeña compra para los dueños y trabajadores, que resultaron ser familia.

Los camareros estaban comiendo en una pequeña mesa del local, pero cuando llegué se trasladaron a la terraza. Había traído plátanos, algo más de fruta, salmón, y una olla, entre otras cosas que no recuerdo. Había observado que la olla que utilizaban en el restaurante estaba bastante deteriorada, de modo que uno de mis regalos iba al detalle. La olla que yo traía era mucho más moderna que la suya, tenía luces y botones y una pequeña parrilla desplegable, cosa que no había previsto, pues resultaba que no servía para hervir.

Pese a este último imprevisto, mis regalos acabaron gustando a la familia y allí me presentaron a uno de sus hijos, con algo de sobrepeso, al que yo llamé jefe. Conversé también con uno de los hermanos del hombre anciano que vi en mi primera visita al restaurante y mientras este hablaba, de su boca salían desprendidos trozos de queso rallado que iban dirigidos hacia mí. En aquel momento sentí un poco de repulsa y comencé a pensar que no era del todo buena idea trabajar allí.

El hermano y algún otro miembro de la familia probaron el salmón que había traído, bastante carnoso, pero con poco sabor. Su veredicto fue positivo, aunque recalcaron que aquellos salmones de piscifactoría no eran como los que comían en Italia hace algunos años.

Aún faltaba por sentarse a la mesa el dueño anciano y me preguntaron que cómo le iba a llamar si ya había llamado a su nieto jefe, a lo que respondí que le llamaría jefe supremo. La familia parecía acoger favorablemente mi sentido del humor, pero me encontraba algo nervioso por conseguir la aprobación del jefe supremo para el puesto. Una vez me aceptaron, el nieto-jefe me explicó el truco definitivo para captar clientes por la puerta trasera, al uso de como intentaron captarme a mí la primera vez que pisé las inmediaciones. El nieto-jefe tenía un programa vía satélite instalado en el móvil con el que localizaba a los grupos de personas que se internaban en el callejón. Si se aproximaba algún cliente, yo tenía que salir presto del restaurante a su encuentro y, en el caso de que detrás de algún grupo de personas viniera otro grupo más nutrido, olvidarme del primer grupo para centrarme en el segundo. Al margen de cuestionar esta norma, yo me mostraba sorprendido por la existencia del programa pues, aunque existieran mapas vía satélite en los móviles, no sabía hasta el momento que estos pudieran detectar personas a tiempo real. Podría ser incluso ilegal, bien mirado. Respecto a la norma, era su restaurante, así que la acataría, aunque no me pareciera razonable.

Empecé mi jornada en el callejón y, tras algún tiempo allí, me trasladaron a una suerte de terraza en el puerto marítimo, en la frontal. Una de las primeras mesas de aquella terraza estaba ocupada por algunos de mis jefes, que simplemente estaban allí para confundirse con los clientes y vigilar a los camareros. Algunas mesas se empezaron a quedar libres y apareció una familia en la distancia dirigiéndose a la terraza. Pregunté a los jefes de la mesa si era conveniente que me pusiera a limpiar las mesas libres, para que cuando la familia llegase, me vieran ocupado, o si era mejor que los esperara ocioso con las cartas en la mano. No recuerdo el desenlace, el caso es que empecé a acomodar a la familia y acto seguido hizo su entrada en la terraza otro grupo más nutrido, con lo cual, según las instrucciones que me habían dado, debía desentenderme de la familia para atender a los últimos en llegar. Decidí, en este caso, no seguir la norma, pues pensaba que no quedaría muy bien con mis primeros clientes y contaba con que me daría tiempo a atender a todos.

Resultó ser así, y pasé a tomar nota a las dos mesas, que tenían algunos niños. Los niños pidieron sendas botellas de agua que, sin saber cómo ni por qué, ya estaban servidas, luego tres personas me pidieron Fanta naranja y una señora zumo de melón. Yo no sabía si en el restaurante tendríamos esta última bebida, no obstante, la anoté mentalmente y fui a consultarlo, un poco agobiado porque no había tomado nota de las bebidas de la primera familia (sus niños también tenían botellas de agua misteriosamente servidas) ni tampoco de los platos.
Llegué al bar del restaurante y allí había mucho ajetreo. Noté que aquella zona, en términos de limpieza, estaba muy descuidada y pregunté si no había nadie que se encargara de las bebidas, pues no sabía dónde estaban y me llevaría tiempo prepararlas.

Una chica morena, a pesar de que estuviera desbordada de trabajo, decidió ayudarme e hizo de barman. Me informó que no teníamos zumo de melón, que yo inicialmente confundí con zumo de limón. Mientras la chica servía los vasos, me encargué de agenciarme una libreta. En un corcho había colgadas varias agendas, pero todas resultaban ser muy pequeñas o estar escritas. Al final, conseguí hacerme con una y servir las bebidas, pero cuando regresé a la terraza mis mesas ya tenían servidos los platos que había ido a anotar. Al parecer otra camarera, en mi ausencia, había cubierto mi trabajo. Empecé a anotar inútilmente los platos y a preguntar si estaba todo correcto, sintiéndome completamente inepto, bajo la mirada atenta y desaprobadora de mis jefes italianos.

20 de septiembre de 2018

OK computer

Tras finalizar su tercer álbum de estudio con Radiohead, Yorke regresa a su casa. El trabajo comienza a recibir la aclamación unánime del público y la crítica, empieza a ser catalogado como uno de los mejores álbumes de la historia y como una obra maestra del rock moderno. Empieza a situarse al lado de The Dark Side of the Moon de Pink Floyd o Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band y Abbey Road de The Beatles.
Yorke termina de fregar los platos, limpiar la mesa y saca la basura. Cuando la tapa del contendor le despide con un golpe sordo, a su mente llega la frase: Todo esto no ha servido de nada.