Los sueños de la razón producen monstruos.
Así es como rezaba el grabado goyesco vigilante de los aburridos fascículos de arte contemporáneo. El escritor imaginaba escenarios imposibles desde la oficina donde se encontraba aislado a altas horas de una noche nebulosa. En el cenicero, un montón de colillas de tabaco negro. Restos de café en un vaso y apuntes desordenados de una trama en obras. Él era el detective calvo de la novela negra que persigue el rastro del talento, hostigando su afilada sombra al cabo de la calle, sintiendo su calor y su cuerpo pero sin soluciones ni buenas pistas; sólo con paciencia y con arrestos de viejo perro de presa. Paciente y reflexivo, metódico y rutinario. Cada título de su obra intrauterina correspondía a un momento diferente y a un estado de ánimo distinto. Inconexos, incontrolados, efímeros.
Sólo un flexo alumbraba el escritorio, el resto eran sombras. Sólo falta el negro cuervo del cuento del viejo Edgar, se dijo para sí. Quizás lo que no aparecía esa noche como la femme fatal de la novela era la inspiración y el necesario apasionamiento que requiere una historia nueva. Faltaba, sí eso era, el impulso de cometer un atentado contra el mundo. Otro más. Silencioso y efectivo. Culto y elegante. Faltaban tantas cosas… Cuando se deshizo de sus borrones y tapó su pluma, sintió realmente como si empezase a vivir una de aquellas aventuras que nunca se había cansado de leer de pequeño. Ahora lo entendía, al fin.
La novela se vive, no se escribe.
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