Es un buen título para un manual de diseño gráfico, sin
duda.
El sustrato del presente artículo corresponde a una
experiencia artística que tuvo lugar durante la infancia de este humilde
narrador. Me dispongo ahora, con su permiso, a desgranar lo vivido;
Andaba yo por entonces preocupado por un libro que me robaba
el sueño a la anochecida. Con posterioridad los libros se fueron sustituyendo
por mujeres. Uno no sabía cómo acabarlo, otras sabía que no me querían. Dado
que creía con soterrada firmeza que era indiscutiblemente el mejor escritor de
toda la Historia de la literatura universal (por que así son los niños y
algunos mayores), se me ocurrió cerrar el libro parodiando el estilo de los
escritores que por aquel entonces tenía a mano. Eran, la gran mayoría, unos
señores que, si salían en alguna foto, salían en blanco y negro vestidos como
en el cartel de un aseo para caballeros.
Según el mayor o menor conocimiento que tenía de los
escritores mi pantomima era más o menos grotesca, pero no siempre se cumplía
esto como norma general. Recuerdo vagamente casos en los que cambiaba alguna
máxima célebre suya, potenciando algún aspecto cómico de su ideología o incluso
de su apariencia. En otros casos exageraba el uso de cualquier tipo de palabra
a la que recurrieran con frecuencia, siendo esto bien difícil pues cuando los
escritores usan mucho un recurso es con plena consciencia, dejándose llevar por
su vicio y durante periodos no muy extensos de su obra. Los escritores antiguos
eran más sencillos de imitar que los actuales, por aquello del desuso de la
lengua y los latines empleados. Finalmente había casos de escritores que
conocía muchísimo mejor en comparación con otros y que no acertaba a imitarles
por mucho que me devanara los sesos. Por culpa de algunos traductores, la
mayoría de los autores extranjeros me parecían de un estilo idéntico. Por culpa
de los traductores y también por culpa mía, por no aprender idiomas.
Comprenderán que no conserve el resultado de aquel arrogante
experimento pero a día de hoy, la verdad, me ha parecido un ejercicio literario
ciertamente entretenido. Proponerse escribir de otra forma a como uno
acostumbra a hacerlo puede significar el principio de una revolución en su
estilo. Queda claro que quien aspire a decir algo nuevo debe procurar decirlo a
toda costa, pero teniendo siempre por máxima incontestable que no va a decir
nada distinto de lo que ya se halla dicho con anterioridad. Aspirará a decir
algo nuevo pero a lo sumo repetirá con sus propias palabras algo que ya está
presente en el mundo y, en la gran mayoría de los casos, incluso escrito. De
ahí la importancia del estilo, de decir las cosas de otra manera, de añadir
puntos de fuga a los interiores de la palabra.
La literatura mantiene vínculos con otras artes y, en este
caso, deberíamos destacar que la literatura puede ser un poco teatro, no digo teatrera aunque quizás pudiera decir teatral aludiendo a uno de los usos de la acepción. Todos saben
que el género teatral puede incluirse dentro de la literatura pero yo me
refería más a efectos propios del
teatro, no meramente textuales, traspasados al papel. El habla y la escritura
no dejan de ser préstamos de la palabra oral y la oralidad está en íntima
comunión con otros lenguajes.
En general quienes quieran forjar su estilo pueden optar por
ser convencionales o vanguardistas. Entre los primeros es fácil encontrar
historiadores, entre los segundos, poetas. La poesía, para sus fines, recurre
al desvío; una alteración voluntaria del grado cero con fines retóricos. Dicho de
otro modo: cuando alguien se encuentra con lo que no puede nombrar puede
inventar una palabra o añadir semántica a una ya existente, corriendo el riesgo
de perder comunicación por falta de convención entre comunicadores. Si eres
convencional, no sorprendes; si eres vanguardista, no te entienden…
El consejo de nuestro pequeño esbozo de retórica para
jóvenes amantes de las letras es que no sean predecibles ni cacofónicos, sean
ustedes mismos. Esto, en la gran mayoría de los casos, no suele requerir mucho
esfuerzo y no tiene ningún mérito pues la personalidad viene de serie.
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