1 de diciembre de 2010

El laberinto de la felicidad

Madrid era abatida por una lluvia fría y plomiza. La gente intentaba guarecerse de ella arrimándose a las caras desconchadas de sus edificios al tiempo que otros, prevenidos, extendían sus paraguas acompañados de un sonido de velas extendidas digno del mismísimo S.S. Bounty.

Ariadna andaba por la ciudad como si del laberinto del minotauro se tratara, aferrando su bolso de piel, con mirada extraviada y...

De esta manera empezaba el relato de hoy pero he vuelto sobre mis letras haciendo una segunda reflexión. El nombre del barco quizás sea accesorio, quizás demasiados adjetivos, ¿un bolso de piel? Oh, qué derroche de imaginación... pero lo que me llevó a detener mi corrección fue "andaba por la ciudad". ¿Eso es correcto decirlo?

Por la ciudad no se anda, si uno quiere andar se desplaza hasta donde la ciudad no puede atraparle. Allí puede andar, correr y abrir los brazos en cruz mientras gira sus tobillos.

[Para el rodaje de esta secuencia haríamos un picado con la ayuda de una grúa móvil. El fondo es de una hierba verde y larga meciéndose al son de unos ventiladores colocados estratégicamente y de los tambores africanos que suenan con Dolby Surround marca registrada como banda sonora].


Dejémoslo en que en la ciudad no se puede andar, por eso la gente se estorba, de ahí las prisas, los traspiés, los tropezones, el sonido infame de los zapatos de tacón picoteando el asfalto y esa terrible sensación al no encontrar la calle en la que debes de estar dentro de diez minutos exactos y en un irremediable avance cada vez más acelerado. Ariadna mira una y otra vez el reloj como si con el gesto pretendiese detener el esférico dibujo del segundero.

En la ciudad siempre te diriges a esa misma calle gris y mal iluminada, con hedor a orín de perro y humano entremezclados, cubos de basura de plástico, alcorques embarrados, bancos sucios y coches aparcados en doble fila que tiran de claxon con irritación.

Esas máquinas, dueñas del ochenta por ciento del espacio transitable, ya de por sí escaso, autopropulsadas, flamantes, que pasan a velocidades de vértigo deslumbrándote con sus focos. Despiden gases infectos que se sedimentan en tus pulmones hasta matarte de una asfixia dolorosa y prolongada...

Ariadna pensaba que sólo a un futurista le podría agradar este dantesco escenario pero lo cierto es que hasta un futurista, a la vista de su sueño materializado al cabo de unas decenas de años, lloraría de pena.

Pena y compasión de nosotros y de nuestra vida urbana. Una vida infectada, insalubre, triste y melancólica.

Así que corrijo, Ariadna no andaba, mejor que tratase de huir o quizás doblaba siempre la misma esquina intentando llegar al fin del laberinto, donde se encontraba la felicidad.

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