Excusatio non petita, accusatio non manifesta
En la Edad Media se acuñó esta máxima que he transcrito para referirse a que quien se excusa, se acusa. A mí nadie me ha acusado de nada pero yo insisto en excusarme. De esta manera, me acuso y me considero culpable.
Hace ya tiempo que me dedico a verter de forma ciertamente apasionada opiniones desordenadas en este espacio más o menos literario, arremetiendo en ocasiones contra algunas formas de pensamiento e, incluso, contra algunos personajes públicos. No voy a enumerar los casos concretos pues sería una labor de archivo completamente extenuante. No creo, en suma, que a estos personajes les vaya a parecer mal que alguien como yo, es decir, nadie, diga lo que le de la santa gana en medio de un desierto virtual. Ellos deberían de aplicar, si no lo hacen, el que hablen de mí, aunque sea para mal. Si no piensan así, quiero tenderles ahora mismo la mano y si piensan así, pues también, que el gesto nunca está de más.
Reconozco que en ocasiones hago poco uso de la humildad y que para lo único que soy demasiado original es para incurrir en errores ortográficos. Reconozco también que me sirvo de la batidora para vertebrar mis artículos y que esto desemboca frecuentemente en una generación de ruido y confusión. No puedo excusarme en que no pretendo escribir La divina comedia pues, desde que empecé a escribir, lo hice con motivo de tratar de llevarlo a cabo de la mejor forma posible, con corrección, sinceridad, respeto... hacia la figura del lector, justificación última de la labor comunicativa en la que me veo envuelto día tras día, labor en la que creo y en la que persisto tozudamente, aun sin suficiente cultura, talento o inventiva. En efecto, pensarán, no hay cosa peor que alguien que pone todo su empeño en un asunto para el que no está intelectualmente capacitado y esta dedicación sólo le acarrea, para colmo, algún que otro disgusto.
Después de la necesaria expiación de culpas, después del obligado paso por el reclinatorio, me dispongo a tratar el tema de hoy titulado Fe de errores. De vez en cuando la prensa nacional recoge declaraciones polémicas de personajes públicos. No quiero juzgar aquí el papel de los periodistas, si recogen las declaraciones porque realmente creen en unos nobles principios profesionales o si lo hacen espoleados por un amarillismo realmente insultante y vergonzoso. Esto sería tema aparte. Lo que pretendo torpemente es centrar nuestra atención sobre dos declaraciones; de un lado la de Sánchez Dragó acerca de ciertas jóvenes niponas (suceso autobiográfico) y de otro la de Pérez Reverte acerca del ex ministro de asuntos exteriores. Los dos, por supuesto, están encantados con la repercusión que han tenido en el share nacional, algo que sin duda aumentará las ganancias procedentes de los derechos de sus obras. Como dije antes, ellos deben de estar suscritos al que hablen de mí, aunque sea para mal. A mí, personalmente, los dos me parecen magníficos escritores y sus desafortunadas declaraciones me traen un poco sin cuidado pero he decidido seguir la línea informativa por ver dónde paran todas estas cosas al cabo del tiempo.
Dragó explica convenientemente el asunto japonés en su blog, se disculpa y se defiende. A veces es un poco jesuítico y, por lo que he podido entender, mantiene su postura fabuladora y bohemia frente a la estrechez, el encorsetamiento... de la realidad política. Parece como si Dragó estuviera crucificado, sumergido en un profundo éxtasis místico, mientras los romanos del PSOE le clavan la lanza en el costado. El pueblo llano, por su parte, le dedica comentarios poco amigables en los que la palabra pederasta es la más cariñosa.
De su parte, Pérez Reverte, en su fe de errores sobre el asunto Moratinos, reivindica su postura bravucona y alega que a los ministerios se viene ya llorado de casa lo cual ha llevado a algunos a caricaturizarle del siguiente modo:
Pérez Reverte no escribe libros. Los libros se escriben solos y ponen a Pérez Reverte como autor porque le tienen miedo.
Pérez Reverte llamó al servicio técnico de Telefónica y solucionó el problema...
Siento ahora -es una especie de rigor académico- que debería hacer conclusión de todo este asunto pero la verdad es que una conclusión sobre este asunto me preocupa menos que los niveles de THC de mi organismo. Todas estas declaraciones vienen a ser, al final, como gotas de lluvia. Uno puede poner un vaso para tratar infructuosamente de recogerlas y beberlas todas pero es sin duda mucho mejor paladear un buen vino mientras se deleita con el compás de la lluvia. Ahora que llega el invierno recomiendo esta práctica, ésta, y la de corregirse de vez en cuando. Aunque ya saben, más sabio que disculparse es no cometer errores.
En la Edad Media se acuñó esta máxima que he transcrito para referirse a que quien se excusa, se acusa. A mí nadie me ha acusado de nada pero yo insisto en excusarme. De esta manera, me acuso y me considero culpable.
Hace ya tiempo que me dedico a verter de forma ciertamente apasionada opiniones desordenadas en este espacio más o menos literario, arremetiendo en ocasiones contra algunas formas de pensamiento e, incluso, contra algunos personajes públicos. No voy a enumerar los casos concretos pues sería una labor de archivo completamente extenuante. No creo, en suma, que a estos personajes les vaya a parecer mal que alguien como yo, es decir, nadie, diga lo que le de la santa gana en medio de un desierto virtual. Ellos deberían de aplicar, si no lo hacen, el que hablen de mí, aunque sea para mal. Si no piensan así, quiero tenderles ahora mismo la mano y si piensan así, pues también, que el gesto nunca está de más.
Reconozco que en ocasiones hago poco uso de la humildad y que para lo único que soy demasiado original es para incurrir en errores ortográficos. Reconozco también que me sirvo de la batidora para vertebrar mis artículos y que esto desemboca frecuentemente en una generación de ruido y confusión. No puedo excusarme en que no pretendo escribir La divina comedia pues, desde que empecé a escribir, lo hice con motivo de tratar de llevarlo a cabo de la mejor forma posible, con corrección, sinceridad, respeto... hacia la figura del lector, justificación última de la labor comunicativa en la que me veo envuelto día tras día, labor en la que creo y en la que persisto tozudamente, aun sin suficiente cultura, talento o inventiva. En efecto, pensarán, no hay cosa peor que alguien que pone todo su empeño en un asunto para el que no está intelectualmente capacitado y esta dedicación sólo le acarrea, para colmo, algún que otro disgusto.
Después de la necesaria expiación de culpas, después del obligado paso por el reclinatorio, me dispongo a tratar el tema de hoy titulado Fe de errores. De vez en cuando la prensa nacional recoge declaraciones polémicas de personajes públicos. No quiero juzgar aquí el papel de los periodistas, si recogen las declaraciones porque realmente creen en unos nobles principios profesionales o si lo hacen espoleados por un amarillismo realmente insultante y vergonzoso. Esto sería tema aparte. Lo que pretendo torpemente es centrar nuestra atención sobre dos declaraciones; de un lado la de Sánchez Dragó acerca de ciertas jóvenes niponas (suceso autobiográfico) y de otro la de Pérez Reverte acerca del ex ministro de asuntos exteriores. Los dos, por supuesto, están encantados con la repercusión que han tenido en el share nacional, algo que sin duda aumentará las ganancias procedentes de los derechos de sus obras. Como dije antes, ellos deben de estar suscritos al que hablen de mí, aunque sea para mal. A mí, personalmente, los dos me parecen magníficos escritores y sus desafortunadas declaraciones me traen un poco sin cuidado pero he decidido seguir la línea informativa por ver dónde paran todas estas cosas al cabo del tiempo.
Dragó explica convenientemente el asunto japonés en su blog, se disculpa y se defiende. A veces es un poco jesuítico y, por lo que he podido entender, mantiene su postura fabuladora y bohemia frente a la estrechez, el encorsetamiento... de la realidad política. Parece como si Dragó estuviera crucificado, sumergido en un profundo éxtasis místico, mientras los romanos del PSOE le clavan la lanza en el costado. El pueblo llano, por su parte, le dedica comentarios poco amigables en los que la palabra pederasta es la más cariñosa.
De su parte, Pérez Reverte, en su fe de errores sobre el asunto Moratinos, reivindica su postura bravucona y alega que a los ministerios se viene ya llorado de casa lo cual ha llevado a algunos a caricaturizarle del siguiente modo:
Pérez Reverte no escribe libros. Los libros se escriben solos y ponen a Pérez Reverte como autor porque le tienen miedo.
Pérez Reverte llamó al servicio técnico de Telefónica y solucionó el problema...
Siento ahora -es una especie de rigor académico- que debería hacer conclusión de todo este asunto pero la verdad es que una conclusión sobre este asunto me preocupa menos que los niveles de THC de mi organismo. Todas estas declaraciones vienen a ser, al final, como gotas de lluvia. Uno puede poner un vaso para tratar infructuosamente de recogerlas y beberlas todas pero es sin duda mucho mejor paladear un buen vino mientras se deleita con el compás de la lluvia. Ahora que llega el invierno recomiendo esta práctica, ésta, y la de corregirse de vez en cuando. Aunque ya saben, más sabio que disculparse es no cometer errores.
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