Determinado arte histórico puede interpretarse como una representación del poder hegemónico. Si bien es cierto que las formas particulares de este arte son cambiantes, los conceptos en torno a una figura jerárquica de orden superior (gobernantes, dioses) se mantienen. El arte, en esencia, busca representar los valores de una forma institucionalizada de poder (político, religioso, económico…). Es, podríamos afirmar, como un tipo de propaganda o simplemente una extensión del sometimiento de las reglas imperantes; en cualquier caso, un reflejo del ideal vigente, de la cultura del momento.
La magnitud colosal de las estatuas faraónicas puede entenderse como un símbolo de poder y sometimiento. El faraón está elevado, esculpido en un material que evoca la inmortalidad, su orden inmutable gobierna por encima de todas las cosas. La ley del faraón, es, además, la ley inquebrantable de los dioses con lo que su figura está también divinizada. Observamos que las estatuas imperiales de la escultura romana carecían de mirada[1]; no hay diálogo posible con el espectador porque no estamos entre iguales. La figura del gobernante es la del padre inflexible que gobierna con mano de hierro, el cual protege y castiga a la vez. El arte de determinados periodos de la Edad Media persigue una doble misión: aleccionar y atemorizar. La vida en gracia de Dios es sacrificada, pero tiene una recompensa en el más allá mientras que toda conducta desviada de este modelo es castigada durante una eternidad. El canon clásico (s. XVIII - XIX) no es sino la norma, lo ideal, lo perfecto… otro canon distinto en la época de la reproducción técnica se multiplicará y se repetirá insaciablemente ya en un mundo industrializado. El canon está inspirado en modelos racionales (filosóficos, matemáticos…), también en planteamientos religiosos.
Winckelmann, revisando el arte de su querida Grecia blanca, nos presenta su ideal de belleza como un modelo alejado de la pasión humana[2]. Según su criterio, para que una figura fuese bella tenía que ser indefinida, no expresar ningún tipo de afecto ni de emoción. Winckelmann ensalza el hieratismo de algunas obras griegas y este modelo deshumanizado es, en cierta medida, el que adopta la estética nazi.
El megadocumental Olimpia, realizado por Leni Riefenstahl con motivo de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, representa una buena muestra de la concepción nazi. En él pueden verse a los atletas, símbolos heroicos patrios, que surgen del Discóbolo de Mirón. El cuerpo es una armadura insensible, una máquina disciplinada; los atletas son también soldados de un ejército que, como ocurre en la visión de Winckelmann, poseen una belleza fría. El cuerpo se militariza y ya sólo se distingue el bloque homogéneo, desprovisto de señas individuales. Es, a grandes trazos, un arte invariable con un ideal de belleza absoluto, carente de expresión de movimientos o gestualidad. El arte, al servicio del nazismo, cumple el papel de mediador entre el pueblo y su líder, es un arma propagandística que contiene mensajes bélicos y nacionalistas.
Como contrapunto de la estética nazi surge el expresionismo alemán. Autores como Edvard Munch defendían un arte degenerado para el nazi. Precisamente lo que pretendía la visión expresionista era retratar las pasiones y emociones del ser humano a través de una distinta valoración del estilo del autor. Éste, en una concepción propia de Vasari, depende del artista; hay tantos tipos de arte como tipos de artista y el arte, en última instancia, no existe si no hace uso de él el artista.
Resulta curioso que entre los antecedentes del nazismo nos encontremos con un movimiento como el romántico, reacción frente a las reglas clásicas y defensor de una estética individualista que alcanzaría su máxima expresión en el genio romántico. Esto choca aún más si tenemos en cuenta que el romántico está a favor de las emociones. Su marcado idealismo, en cambio, así como un sentimiento nacionalista en principio inofensivo (lo que se daría en llamar posteriormente cultura Völkisch) fueron asimilados por el nazismo deviniendo el misticismo en una lucha de clases y razas.
¿Y qué respecto a la actualidad? Mirando a nuestro alrededor nos damos cuenta de que convivimos con ideales de belleza muy homogeneizados. Los cánones siguen existiendo y la publicidad nos acribilla con modelos jóvenes y atléticos, con experiencias y modos de vida propios de la satisfacción consumista. La productividad es nuestro mejor valor; en una sociedad como la nuestra quien no produce representa una lacra. La juventud hace penosos sacrificios para ser reconocida dentro de una tribu que no es sino un pequeño ejército. ¿Hasta qué punto conservamos nuestra identidad, nuestra autenticidad?
[Ensayo de un ensayo escrito por Ju].
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