Me había convertido en un alto funcionario chino y recibía la visita de otro alto mandatario, también asiático. Nos encontrábamos en una suerte de palacio con aspecto árabe, y mi invitado decidía salir a la calle para hacerse una idea más realista de la vida en mi país, cosa que no me agradaba demasiado. Lo mismo tenía algo que ocultar.
La ciudad china donde nos encontrábamos guardaba mucho parecido con Benidorm, pero, a diferencia de esta, estaba rodeada por altas montañas cubiertas de nieve, una especie de Himalaya en miniatura. Alguien conocido o mi hermano, que no sé qué hacía ahí, me preguntaba qué era una especie de camino que ascendía por una de las montañas. Al enfocar la vista descubría que aquello se trataba de un río bastante caudaloso que, en vez de bajar la montaña, ascendía.
El alto mandatario, sus guardaespaldas y yo, nos internábamos en la urbe, que estaba repleta de construcciones bastante voluminosas, todas grisáceas y de aspecto semejante, sin mediar espacio entre ellas. Saltábamos ventanas, subíamos escaleras, cogíamos ascensores… llegábamos hasta una especie de azotea, donde había una enorme piscina climatizada distribuida en varios niveles, con cascadas.
El alto mandatario decidía darse un baño y yo pensaba que el agua iba a encontrarse demasiado fría, porque nadie se bañaba en aquel tiempo y, para bañarse, había que encender los calentadores de la piscina pulsando un botón. Pulsé el susodicho botón, pero era de verse que la piscina tardaría tiempo en coger temperatura, ofreciendo una mala imagen del país que yo representaba.
Asimismo, mi país no era muy próspero que digamos, de ahí
quizás que no viera con buenos ojos aquella excursión, y pensaba que aquella
visita, con el gasto de energía que iba a suponer calentar aquella enorme
piscina en la que no nos bañaríamos mucho tiempo, no era lo más
pertinente.
Trabajaba de repartidor en Benidorm -ahora sí era Benidorm- en un establecimiento de Telepizza. En plantilla éramos tres trabajadores; otro repartidor y una compañera que se encargaba de la tienda. Teníamos dos motos. Yo estaba en la calle, al lado de mi moto, esperando a recibir una llamada a través de un teléfono que quedaba por ahí cerca. Alguien llamó al teléfono y, a pesar de que estuvo un buen rato sonando, no me dio tiempo a cogerlo. Fui a la tienda con mi compañera y pregunté si no había forma de rastrear la llamada, para devolverla y no perder un posible cliente. Consultamos en el Google Maps la dirección, pero mi compañera me comunicó que con aquellos datos que teníamos en nuestro poder era imposible localizar el teléfono de las personas que habían llamado, eso o simplemente no nos era viable llamarlas desde la tienda.
En cualquier caso, me recomendó que no me preocupara, que si querían algo volverían a llamar. El otro repartidor salió a entregar un pedido, eso significaba que, el siguiente pedido me correspondía a mí. Al momento, me di cuenta de que no conocía muy bien todas las calles de la ciudad. Tenía mi teléfono móvil con mapas, pero iba a ser complicado seguirlos mientras conducía la moto.
Había visto, en la moto de mi compañero, una especie de
soporte en el que colocar el móvil y esperaba que mi moto también lo tuviera,
pero era muy probable que no fuera así. Tendría que sostener el móvil en una
mano y, llevando puestos guantes para evitar el frío, podría ser peligroso.
Pero era verano y no hacía frío, así que sin los guantes lo mismo no era muy
difícil manejarme.
Dado que nadie llamaba al teléfono, acudí a los baños del establecimiento con motivo de darme una ducha. Todavía tenía que cumplir con mi jornada, pregunté a mi compañera y dijo que no había problema con lo de la ducha. Mi compañera estaba hablando con otra amiga que había llegado a la tienda. Esta última estaba, al mismo tiempo, jugando a un videojuego. Echaba un vistazo y me daba cuenta de que el videojuego trataba sobre una especie de contenedores de cartón. Dentro de estos contenedores había premios.
Ya en el baño, comencé a desvestirme. Oriné en la bañera mientras vigilaba de reojo que nadie entrara al baño, pues la puerta cerraba mal y había quedado entornada. De súbito, mi compañera entró, y yo la tapé los ojos para que no me descubriera semidesnudo. Empezamos a liarnos. Había observado, en el transcurso de la operación, que mi compañera tenía una cicatriz en un brazo, pero no pregunté nada porque aquel no era el momento y, además, pensaba que todo el mundo que habría visto esa cicatriz habría preguntado por ella.
De repente, detuvimos nuestra labor y mi compañera quiso saber si yo tenía novia. Revelé que no, pero aquello me hizo sospechar y le devolví la pregunta. Me dijo que llevaba cinco años sola. Así pues, todo parecía correcto. Propuse que nos ducháramos juntos y ella se empezó a desvestir. Cuando estaba desnuda descubrí un pene grisáceo en su entrepierna. ¿Qué es esto? Pregunté completamente asustado.
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