Fui a pasar la noche a una especie de hotel moderno, no
demasiado grande, con piscina y unas vistas inmejorables de una sierra llena de
árboles frondosos. Por la mañana, de doce a dos, la mujer de la limpieza me
avisaba que no podía aparcar donde lo había hecho. Fui al parking y me di
cuenta de que había muchas plazas libres, pero todas eran para minusválidos.
Aparqué en una de estas plazas confiando en que nadie fuera a darse cuenta de
que yo no era un minusválido.
En un paseo por el pueblo de la sierra, cuyas carreteras
estaban nevadas, había un grupo de unos cuatro o cinco chicos haciendo
acrobacias en sus patinetes, en una cuesta. Al aterrizar después de algún
salto, la forma de los monopatines quedaba grabada en la nieve, junto con todas
las inscripciones que llevaban los patinetes. Las inscripciones eran
declaraciones de amor a las respectivas novias de los patinadores, que les
habían dejado y estaban sentadas en unas escaleras cercanas. Sea como fuere,
las novias no tenían demasiada intención de reanudar su relación.
Cogía el ascensor del hotel para subir a mi habitación, y allí hablaba con la señora de la limpieza. Recuerdo disculparme por el incidente del aparcamiento alegando que, a aquellas horas, de doce a dos, no era persona. El hotel se veía muy limpio y la señora de la limpieza me informaba que, al ser la construcción tan moderna y diáfana, se trabajaba muy bien.
No había demasiada gente en el edificio y recuerdo que el dueño se entretenía departiendo con un reducido grupo de clientes. Nos informaba que el fondo de la piscina estaba lleno de agua caliente, gracias a un novedoso sistema de calefacción.
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