29 de diciembre de 2022

Retratos

Me encontraba en la facultad de Bellas Artes. Venía de algún aula y pasaba por otra aula en el que mis compañeros estaban pintando cuadros de grandes dimensiones. Se trataba de un ejercicio de retrato y los resultados eran muy buenos. Recuerdo colores muy vivos y bien combinados.

Sin embargo, un compañero no estaba progresando demasiado en su cuadro y debió acudir a mi en busca de consejo, ayuda o algo así. Le comuniqué que era muy mal pintor y que, de ponerme a pintar un cuadro, sería el equivalente a un futbolista que disputa un partido habiendo ido de botellón la noche anterior.

Estaba ahora en clase de lengua y, a pesar de que hubiera pupitres libres cerca de un pasillo, yo ocupaba uno que quedaba fuera de la clase, detrás de una puerta de cristal. A través de la puerta podía ver la clase, pero no podía oír la lección. Me entretenía copiando un libro, con temor de que la profesora me descubriera y entonces me obligara a seguir la clase.

Pronto algunos alumnos se pusieron en formación para sacarse una foto, entonces todos fueron al pasillo y allí la profesora empezó a tararear una melodía, como una especie de marcha tocada por un trombón o una tuba. Los alumnos empezaban entonces a hacer acrobacias subiéndose por el techo.

Uno de los compañeros de la clase de retrato me preguntaba por algunas fotos que había hecho a sus cuadros sin terminar. Le decía que esas fotos que había tomado estaban teniendo muchas visualizaciones en mi blog. El compañero me advirtió que las fotos no estaban completas. No sabía si esto era debido a que las obras fotografiadas se encontraban inacabadas o que, al fotografiarlas, no las había sacado de cuerpo entero.

En cualquier caso, en mi taquilla, tenía una cámara buena con la que podría tomar nuevas fotografías. Fuimos, pues, hasta mi taquilla, y yo probé unas llaves para abrir, pero debía usar otro juego. Entretanto, mi compañero había conseguido forzar la cerradura y, cuando abrió la taquilla, algunas partes de ella se habían desencajado.

7 de diciembre de 2022

Máquinas humanas

De un tiempo a esta parte ha adquirido relevancia y cierta profundidad un debate a raíz del surgimiento de algoritmos capaces de generar obras artísticas, si pueden llamarse así. A partir de la descripción de una imagen, por ejemplo, la inteligencia artificial es capaz de ofrecernos la representación pretendida basándose en un análisis de datos de imágenes previamente existentes alojadas en nutridos bancos y, lo que es más asombroso aún, una reinterpretación de los mismos. Queda patente que no es un mero copipaste irreflexivo, como cabría en un principio suponer, sino la creación de iconografías nuevas y originales con base en una cantidad de datos que un solo artista jamás en vida podrá manejar.

 

Una máquina, en cuestión de segundos, puede nutrirse de una cantidad de visiones que un pintor no verá a lo largo de toda su vida. Una máquina puede crear también en cuestión de segundos copias y variaciones infinitas de un concepto y, a medida que el algoritmo se perfeccione, irá alcanzando maestría y refinando sus interpretaciones. Porque hablamos de ver, copiar e interpretar, esto es, el progreso del proceso artístico.

Pese a que la máquina sea capaz de analizar todos los aspectos formales de un documento gráfico, pudiendo imitarlos, recrearlos e interpretarlos, aquí es donde algunos argumentan que falta el alma y, por tanto, una computadora nunca llegará a firmar obras que contengan ese ingrediente estético esencial y determinante.

 

Personalmente, este alegato no me termina de tranquilizar, si es tranquilizar lo pretendido, porque las obras gráficas de estos jóvenes programas son como las obras de un niño de cinco años. Y lo inquietante del asunto es que los resultados de los ordenadores pueden ser, en muchos aspectos -no en todos-, muy superiores a los de los niños de cinco años.

Nadie puede alcanzar a imaginar qué harán los algoritmos cuando lleven veinte o cuarenta años en desarrollo. Lo mismo en el futuro solo las máquinas se dedican al arte, lo mismo entran en bucle y empiezan a generar una corriente artística superior que solo las máquinas comprenden y disfrutan, lo mismo su avance se estanca y, a fin de cuentas, resultan incapaces de reproducir ese alma, la esencia a la que antes hacía referencia, para regocijo de los puristas.

 

Preocupación hay en el gremio de artistas, claro, pero lo cierto es que a lo largo de la historia el arte (a diferencia de la religión) ha encontrado en los avances tecnológicos unas veces apoyo y otras un cambio de orientación, recurro al ejemplo, a fin de que me entiendan mejor:

Cuando surgió la fotografía muchos pretendieron enterrar la pintura cuando los pintores convivieron más o menos bien con la fotografía, ora ayudándose de la fotografía para elaborar sus pinturas (foto realismo), ora recogiendo en la pintura asuntos que la fotografía en sus albores no podía plasmar con tanta facilidad (impresionismo, dadaísmo, surrealismo…). Por haber, también hubo pintores hiperrealistas que consideraron sus obras más fidedignas y veraces que las mismas fotografías y el abanico de recursos para lograr esto viene a ser amplio.

Hoy en día, un fotógrafo puede aportar alma a una fotografía y con todas las numerosas herramientas de composición que tiene a su alcance, podemos decir que un fotógrafo puede situarse a la altura de un pintor. En ocasiones la frontera entre pintura y fotografía es tan delgada que cuesta describirla.

Igual que cada vez encontramos menos gente que va a ver películas al cine, o menos gente que escucha sinfonías; el arte cambia de modas, de formatos y de soportes y no porque el futuro dependa de algoritmos tendremos que vaticinar el fin del arte o dejar de esperar la contemplación de obras sublimes.

 

Existen, pues, programas capaces de escuchar toda la obra de Mozart y crear composiciones basándose en esos ejemplos. Existe un artista que no toca ningún instrumento, sino que programa algoritmos capaces de emular a Mozart. A este respecto he oído a músicos puristas alegar que esto no tiene mérito, que es trampa.

A pesar de que no sea un buen pianista, creo que puedo realizar una composición mozartiana mejor con un piano que con un algoritmo. Con un piano soy un pésimo Mozart, pero con un algoritmo no soy nadie. Tampoco posiblemente serán nadie los puristas que piensan que la música hecha por ordenador es más sencilla. Tampoco sé si lo de ser menos auténtica podría sostenerse.

 

Cuando los avances de la tecnología llegaron al campo de la composición musical, los creadores empezaron a delegar la función interpretativa en las máquinas y esto ocasionó que los procesos se simplificasen, se abaratasen y alcanzáramos el punto en que puede ser difícil diferenciar las grabaciones de una orquesta de las de una orquesta de instrumentos virtuales.

En algún momento de esta historia, intérpretes que llenaban su nevera grabando música, tocando un instrumento, pensaron que se iban a quedar sin trabajo. En algunos casos debió ser así, pero en otros el desarrollo tecnológico ayudó a estimular y a perfeccionar las grabaciones de las orquestas tradicionales, que en muchas fases del proceso fueron y son irremplazables.

Las máquinas son perfectas, los sistemas de sonido van a seguir mejorando a pasos agigantados, pero confío en que siempre habrá en la industria musical alguien que requiera los servicios de un violinista, una orquesta de verdad o de un compositor que base su trabajo en medios tradicionales.


Nuevamente no hay nada mejor ni peor, es, como dije, una cuestión de herramientas, formatos, épocas y generaciones. Resulta tremendamente interesante que hoy una máquina pueda componer a la manera de Mozart. Ya solo esta posibilidad da pie a fantasear y a emocionarse. Pero Mozart fue Mozart y ahí queda su legado para el interesado. Existen millones de copias de cuadros del Bosco y millones de cuadros en el estilo del Bosco. A veces ni los eruditos de la obra del Bosco saben distinguir un Bosco auténtico de una copia.

Vengo a decir que lo importante no es Mozart ni la obra de Mozart, sino lo que esta logra provocar en el ánimo del oyente. Y si una máquina consigue conmover y deleitar, no olvidemos que, a fin de cuentas, la máquina también es una obra humana.

11 de noviembre de 2022

Cebollas en el Antiguo Egipto

Mi hermano y yo nos encontrábamos en una casa grande, con jardín. Debía celebrar una fiesta en el porche y, cuando mis amigos abandonaron la casa, mi hermano cerró las puertas, guardándose las llaves, de modo que yo no podía volver a entrar. Aquello me enfadó mucho y recuerdo llamar a los bomberos, pero para cuando una bombera llegó, mi hermano me dio acceso.

La siguiente vez que se celebró una fiesta en esa casa fue con los amigos de mi hermano. En principio pensé que iba a venir solo uno, pero llegaron varios. Bromeé diciendo que un amigo se había multiplicado y es que, en efecto, algunos se parecían.

Durante la celebración, hablé con varios de estos amigos y algunos se internaron en mi habitación, donde el equipo de música estaba encendido. Creía escuchar música a gran volumen, pero no parecía provenir de mi equipo.

Uno de los amigos de mi hermano me regaló como tres parejas de cascos para escuchar música, y yo los fui probando. De los primeros que probé, solo funcionaba un auricular, pero el amigo me dijo que, combinándolos con otros, podría tener la pareja completa. A medida que usaba los auriculares, se convertían en mandos de videoconsola y me servían para desplazarme por la pantalla del ordenador.  

Hablaba también con un chico extranjero y, puesto que no dominaba el castellano lo suficiente, sugerí que hablásemos en inglés para así igualar condiciones. De este modo los dos estaríamos hablando en una lengua que no era la propia, pero él no sabía hablar inglés.

 

Estaba inquieto dado que toda aquella gente parecía tener poco cuidado con la casa y temía especialmente por el estado de mi equipo de música.

Cuando los amigos de mi hermano se fueron, la casa estaba prácticamente destrozada y me enfadé con mi hermano puesto que él, anteriormente, me había dejado en el jardín, en la fiesta con mis amigos, que solo tuvo lugar en el porche de la casa; mientras que la de mi hermano había ocupado toda la casa y había dejado atrás bastantes destrozos. En suma, yo no le había dicho nada a mis padres de esta última fiesta.

Mi hermano estaba en la cocina, tratando de restaurar el suelo y las paredes.

 

Me encontraba en un centro comercial que también era una suerte de estadio de fútbol. Iba caminando con una banda de vientos, y yo tocaba una melodía de dos notas pulsando los botones de una calculadora, o un móvil. El sonido que emitía aquel artefacto era similar al de una harmónica. Cuando trataba de aumentar el número de notas, tenía miedo de incurrir en disonancias.

Conversaba con un trompetista, y me decía que, como yo era compositor, no tenía suficiente calidad musical. Con esto no quería decir que yo no fuera un buen músico, sino que, como intérprete, pues no era muy destacado. Hay que advertir que el concepto de calidad musical hacía referencia a algún tipo de disciplina o faceta, y no lo que normalmente se entiende por ello.

El trompetista consideraba que él sí era un gran músico, y que también podría desarrollarse en el campo de la composición, pero por el momento no le interesaba. Mientras tocaba aquella especie de armónica-calculadora en patrones de pregunta y respuesta con la banda de vientos, tuve que parar para dejar espacio a un solo y, acompañando este solo, escuchaba también un contrabajo y quizá algo de percusión.

 

El trompetista y yo pretendíamos visitar una exposición sobre el Antiguo Egipto. Rodeábamos aquel centro comercial-estadio de futbol, en cuyo eje se estaba disputando un partido importante. Dado que no encontrábamos el lugar concreto de la exposición, llamé por teléfono para localizarla. Primero me saltó un contestador automático y después un amable agente me atendió y me explicó que era importante acudir a una especie de terraza donde tomaríamos psicodélicos. Aquello me extrañó un poco y debí protestar, no obstante, dimos la vuelta al centro y encontramos la exposición.

Primeramente, intentamos acceder a una sala, pero aquella sala debía verse después de una primera sala. Así pues, accedimos a la primera sala y me senté en unas grandes escaleras, apartado del público y cerca de otro espectador.

El espectáculo sobre el Antiguo Egipto estaba dando comienzo y pronto unos actores se pusieron a hacer una pantomima cerca mío. Recuerdo que uno de ellos repetía mis respuestas intentando aumentar el efecto cómico de ellas.

 

El espectáculo siguió su cauce y pronto uno de los actores, vestido de faraón, empezó a lanzar cebollas a las que yo tenía que dar una patada. No conseguí dar a ninguna y, tras varios intentos, empecé a lanzar cebollas contra las cebollas que me lanzaban, como si mi lanzamiento de cebollas fuera un sistema antiaéreo.

10 de noviembre de 2022

Chuck Berry hacía reguetón

El reciente fallecimiento de Jerry Lee Lewis, el último sobreviviente de la primera avanzadilla del rock clásico, me ha animado a tratar un poco de pasada asuntos musicales remotamente emparentados con él que tengo intención de compartir con ustedes, siempre que no sea mucho pedir.

Sospecho que el reguetón ha venido para quedarse. Digo esto porque cuanto antes lo asimilemos, menos doloroso será el pesar de las viejas generaciones.

 

Repasemos un poco la historia; el reguetón, según dicen, bebe del reggae y el hip hop. Del primer estilo, de hecho, toma el nombre. El bautismo fue oficiado por un tal Daddy Yankee, no sé si les suena. Allá en Puerto Rico, los jóvenes de los noventa empezaron a cantar a la droga, a la violencia, a la amistad, al amor o al sexo. En los garajes de los suburbios se fraguaba el estilo y empezaban a rular los primeros mixtapes clandestinos, junto con otro tipo de sustancias y quién sabe qué cosas más. Solo diez años después, el reguetón se había masificado y viralizado hasta cotas insospechadas.

Efecto dominó: millones de jóvenes se dejaron seducir e identificarse por una música nueva y prohibida, y esos jóvenes, tiempo al tiempo, asociarán esos sonidos, esas letras, posiblemente con nostalgia, a la primavera de su existencia.

Les vaticino que en el futuro no habrá señores mayores en Benidorm bailando pasodobles, Daddy Yankee sonará a todo trapo.

 

A la gente mayor no nos gustó aquella moda y criticarla, teniendo en cuenta su dudosa moralidad y su simplismo musical, era bastante fácil.

Pero ahí tienen de nuevo a Jerry Lee Lewis, un ángel caído del mundo del espectáculo a pesar de su talento incuestionable por su reprochable conducta. Conducta no muy distinta de la del propio y omnipotente Elvis -que sí ganaría el cielo- y no muy distinta, que es a lo que vamos, de la de muchos iconos del reguetón.

Lo del simplismo musical, curiosamente, ya se colgó en su día como cartel al rock, refiriéndose a él despectivamente en términos de esa música de tres acordes o, más recientemente, se colgó la etiqueta de chunda chunda, para llamar así a determinados ritmos ramplones de la entonces incipiente música electrónica. Todo parece apuntar que, desde la perspectiva geocéntrica del oyente conservador, hay una tendencia a ver lo diferente como una manifestación reducida y burda, reflejo de la mentalidad de su público.

 

Los contenidos de las letras incendiarias del reguetón; violentas, machistas, arrogantes, libidinosas, perversas, provocadoras, escandalosas, lascivas, ofensivas, sicalípticas… eran el día a día de las viejas y veneradas vacas sagradas del rock.

El mensaje del rock y del reguetón, en la mayoría de los casos, es el mismo, con unas formas, eso sí, en el primero de los casos, más reposadas y contenidas. Pero no creo que lo fueran por respeto, pudor o prurito estético, sino porque simplemente hablamos de épocas y latitudes con poco en común.

Hay más de un abuelo que escuchó a Chuck Berry de tapadillo, ante la desaprobación de los bisabuelos, que optaban por músicas tradicionales o clásica (cuando no entendían que la música, en general, era perversa); que luego desaprobó el heavy que escuchaban sus hijos, y estos hijos heavies, a su vez, critican a sus hijos que, claro está, gastan reguetón.

 

Los propios artistas de blues y rock de hace décadas, ante la deriva que estaba experimentando su música, se cuestionaron si acaso no andaban equivocadamente profanando un noble arte ligado al sumo hacedor para transmutarlo en un canal de los más bajos instintos.

El colmo fue ver a los blancos tocando y bailando música de negros y al final, contra las numerosas y airadas voces de protesta que pretendían una juventud decente, uniformada, familiar, tradicional y religiosa, se erigió por consenso una cultura popular que enfrascó disconformidades, sueños y sensibilidades, en himnos que hoy nadie cuestiona.

Denle unos años más al reguetón y verán si es o no cuestionado.

 

El reguetón, sí, viene a ser como ese presidente que nadie ha votado y que ha acabado elegido.

Tocante a lo personal, dudo bastante que me encuentren algún día escuchando reguetón, no obstante quiero, desde aquí, invitarles a cogerle cariño pues quizá lo que venga después nos haga añorar estos raros tiempos de trap y reguetón.