5 de diciembre de 2012

De cómo nuestro narrador descendió a los jardines



Y LOS DESENCUENTROS QUE ALLÍ TUVIERON LUGAR


Humedecí mi pluma en el tintero tras consultar con mi frasquito de sales qué peluca debería lucir mañana a las importantes recepciones que requerían de mi obligada presencia. Mi tocado predilecto estilo Luis XIV me había sido sustraído desafortunadamente[1], con lo cual el frasquito de sales contaba con más adeudo que mi pluma, algo rezagada con respecto a mis exquisitas divagaciones a aquellas intempestivas horas de la anochecida.

Al igual que el poeta de Dante, pronto cejé en mis vanos y obstinados empeños literarios para internarme en una oscura selva que era mi jardín. Me deleitaba extraviándome en su laberinto con la complicidad de la oscuridad, de la espesura, del rumor de las fuentes y del gorjeo de las aves nocturnas.

Al pronto intuí que algo allí había cambiado. Todo era común pero a la vez distinto. La noche, sí, era oscura; el laberinto, simétrico; mis pies calzaban unas botas algo deslucidas… pero algo era del todo inusual. Tan raro y extravagante como un elefante montando en bicicleta y tan invisible como el mismo Hades. Para colmo, un pavo real así me lo advirtió:

- Está raro el jardín esta noche ¿no lo cree Su Ilustrísima?

En efecto, algo raro había, ¿pero qué diablos…? Por más que escrutaba los rincones del laberinto no hallaba el motivo de mi tribulación.

- Quizás las estrellas…

Me sugirió el pavo y, por unos instantes, pensé que encontraría la solución a aquel cruel enigma en alguna constelación. ¡Oh despiadada incógnita, oh atroz arcano! Fue tal si las palabras pronunciadas por el pavo real acentuasen más la sensación de extrañeza que me apresó al visitar el jardín y que todavía no me había abandonado.

En mi acostumbrado paseo por los intestinos del laberinto, el ave se prestó a hacerme compañía y a ofrecerme un poco de conversación. Acepté gustoso.
Mientras sorteábamos encrucijadas y doblábamos los setos que hacían de esquinas en aquel laberinto, el pavo real departió acerca del terremoto de Lima, de la excavación de las ruinas de Pompeya, del Círculo de Viena… Yo asentía tímidamente ante los razonamientos ofrecidos por el ave y a veces me sorprendía de su mundanismo. Quizás en ocasiones se pavonease un poco pero me pareció inevitable y poco pertinente reprobárselo.

- En fin… - Al pie de la escalinata que nos conducía de regreso a mis aposentos, el pavo real recogió sus alas, lo que equivale a introducir las manos en los bolsillos. Se disponía a dar aquel coloquio por zanjado - mañana será otro día, ¿no lo cree Su Ilustrísima?
- Sí, imagino - respondí, aún confuso debido a mis inexplicables y latentes impresiones.
- He encontrado a Su Ilustrísima sensiblemente taciturno y ensombrecido esta noche ¿se encuentra bien?
- Sí, desde luego, agradezco su atención. Ocurre que algo raro he advertido desde mi llegada al jardín, pero no he acertado con el motivo.
- Algo raro hay, es claro, yo también lo he notado y así se lo hice saber. Al principio pensé que mi conversación con Su Ilustrísima era lo extemporáneo. No quiero ofenderle, entiéndame, ocurre que no acostumbro a conversar y menos a hacerlo con animales que no tienen alas. Sin embargo nada anómalo ha acaecido. Hemos intercambiado impresiones sobre el terremoto, las excavaciones…
- No se olvide tampoco del empirismo consecuente - señalé, e insistí seguidamente - ¿Y no le resulta acaso extraño que los dos hallamos albergado la misma extrañeza y que ninguno consiga dar con la causa, con el móvil, con la explicación a este pálpito también en sí mismo desconcertante?
- Sí, desde luego, es raro todo - y el ave se tornó meditabunda, rascándose el pico con una de sus patas, lo que equivale a llevarse la mano a la barbilla en actitud reflexiva.


[1] Algo harto común en el s. XVIII, según escribió William Andrews un siglo más tarde.

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