A la salida de la facultad, caminé por una calle céntrica
de la ciudad. En la terraza de un bar, había un músico conocido con su grupo,
grabando un videoclip. Yo andaba por la acera y trepaba por una suerte de
escultura de letras. Estaba investigando un crimen, o algo así. Trabajaba,
también, para una productora audiovisual, y los jefes estaban entrevistando en
un parque a un candidato para la directiva. Los jefes, que eran dos, y el
candidato, vestían de forma similar, e incluso tenían similar apariencia. Pensaba
que si te presentabas a una entrevista y los jefes se identificaban contigo por
tu aspecto, tendrías más posibilidades de trabajar allí.
Estaba tocando música en un bar, junto con otros dos
músicos. Uno de ellos tocaba el piano de pared y el otro la guitarra. Tocaban
temas difíciles que a duras penas conseguía seguir. Trataba de desencriptar
aquella música desordenada encontrando patrones. Alguien del público nos
increpaba por tocar mal, a lo que yo replicaba que, personalmente, no estaba
tocando gran cosa.
Me encontraba improvisando algo cuando dos señoras algo mayores llegaron al bar y preguntaron por mi primo. Seguidamente, nombraron mis dos apellidos. Les informé que los apellidos eran míos y que yo mismo me conocía muy bien. Debía hablar con estas señoras, para lo cual, bajé del escenario y me dispuse a servirles un vino que me solicitaron.
No identificaba el vino que me habían pedido, así que supuse que se trataba de un vino tinto, pero no encontraba vinos de esa clase en el bar. En una nevera, di con una suerte de vinos rosados y temía que fueran a ser demasiado caros. Consulté con uno de los músicos y este extrajo del frigorífico una botella a la que quitó la etiqueta. Informé a las señoras de que disponíamos de vasos helados para tomar el vino y también de que el hielo del bar con toda seguridad no iba a ser de su agrado.
Ni los vasos ni el hielo, en efecto, lo fueron.
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