Hace algunos días descendí al sótano donde guardo mis
dibujos. En un archivador con anillas amarillean con el paso del tiempo. En la
edad que solía dibujar la muerte era una de mis grandes preocupaciones -si no
la gran preocupación- y me consolaba pensando que mi obra de algún modo me
concedería la vida eterna al lado de Dante y tantos otros. Preocupado, como
digo, pregunté a mi profesor de plástica cuánto tardaría el grafito o el papel
de aquellos dibujos míos en desintegrarse sin necesidad de ser restaurado. El
pobre hombre hizo sus números y supongo que silabearía que trescientos años o
una cifra así, cosa que debió aterrorizarme por completo. No es que despreciase
una vida tan larga pero aquello, comparado con la inmortalidad artística, se me
antojaba como una menudencia.
Mi obsesión por la posteridad me visitaba con frecuencia,
acompañada de temores análogos y esperanzas frustradas. Comencé por preservar
mis dibujos de la luz del sol, después los encerré en una caja fuerte que valía
más dinero que lo que me podrían dar por mis obras, pensé en envasar mis
dibujos al vacío para salvaguardarlos de la oxidación… mi esfuerzo, al dibujar,
no era poco y lo maravilloso que me parecía el acto era bastante; de modo que aguardaba
la recompensa, construía la pirámide, creía en la salvación eterna…
Mientras todo esto acudía a mi mente y pasaba de unos
dibujos a otros noté que uno de ellos estaba al revés. No había sido una
equivocación archivarlo así, al punto recordé que tal había sido mi última
voluntad antes de sellar por última vez mi particular caja del tiempo. La obra en cuestión se trataba de una abstracción pseudocubista de unas escaleras donde en
las zonas inferiores dispuse formas más sólidas y de aspecto tridimensional y
en las zonas superiores asuntos más enrevesados y garabateados. El dibujo
representaba algo así como una escalera firmemente asentada en el suelo que a
medida que ascendiera fuera desintegrándose.
Por alguna razón, al archivarlo, lo di la vuelta, de modo
que las formas más libres quedaron abajo y las más contundentes arriba.
En esta última visita mía al sarcófago reconocí que, si
alguien contemplaba la obra algún día, mejor sería que la encontraran en pie y
no haciendo el pino. Pero ésta no era una razón fundamental por la que me decidiera
darla la vuelta dejándola en su posición original, antes de cerrar el archivador
para dedicarme a otros asuntos sin relación con éste. La razón fundamental de
no dejarla al revés radicaba en que lo sólido tenía que estar manteniendo lo
vaporoso. No se extrañen, es una cosa natural: en un paisaje el cielo no es de
roca ni el suelo es de gas. No pretendía con ello que esta regla hubiera
de cumplirse siempre pues no es una idea del todo mala que lo vaporoso, en cierta
manera, sostenga lo sólido. Puede haber paisajes muy bellos y si cabe menos
comunes absolutamente líquidos o gaseosos. Más abstractos, extraterrestres y
quizá por ello más propensos a suscitar deseos exploradores lejos de los
magníficos paisajes clásicos.
Sin embargo, para esta obra en concreto, me decanté
finalmente por la visión paisajística tradicional. Dar la vuelta al dibujo una
vez terminado puede resultar interesante pero también puede parecer un
prescindible efecto de postproducción. Cuando uno utiliza espejos y recurre a
planteamientos estéticos vanguardistas corre el riesgo de perderse en las
arenas movedizas de la poesía pura. Así
que ahora lo de abajo está abajo y lo de arriba, arriba. Puede que si visito el
sarcófago de nuevo me parezca pertinente volver a darle la vuelta.
Apagué la luz no demasiado convencido de si algún día tendré
ocasión de discutir esto con Dante.
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