20 de septiembre de 2012

Al revés


Hace algunos días descendí al sótano donde guardo mis dibujos. En un archivador con anillas amarillean con el paso del tiempo. En la edad que solía dibujar la muerte era una de mis grandes preocupaciones -si no la gran preocupación- y me consolaba pensando que mi obra de algún modo me concedería la vida eterna al lado de Dante y tantos otros. Preocupado, como digo, pregunté a mi profesor de plástica cuánto tardaría el grafito o el papel de aquellos dibujos míos en desintegrarse sin necesidad de ser restaurado. El pobre hombre hizo sus números y supongo que silabearía que trescientos años o una cifra así, cosa que debió aterrorizarme por completo. No es que despreciase una vida tan larga pero aquello, comparado con la inmortalidad artística, se me antojaba como una menudencia.

Mi obsesión por la posteridad me visitaba con frecuencia, acompañada de temores análogos y esperanzas frustradas. Comencé por preservar mis dibujos de la luz del sol, después los encerré en una caja fuerte que valía más dinero que lo que me podrían dar por mis obras, pensé en envasar mis dibujos al vacío para salvaguardarlos de la oxidación… mi esfuerzo, al dibujar, no era poco y lo maravilloso que me parecía el acto era bastante; de modo que aguardaba la recompensa, construía la pirámide, creía en la salvación eterna…

Mientras todo esto acudía a mi mente y pasaba de unos dibujos a otros noté que uno de ellos estaba al revés. No había sido una equivocación archivarlo así, al punto recordé que tal había sido mi última voluntad antes de sellar por última vez mi particular caja del tiempo. La obra en cuestión se trataba de una abstracción pseudocubista de unas escaleras donde en las zonas inferiores dispuse formas más sólidas y de aspecto tridimensional y en las zonas superiores asuntos más enrevesados y garabateados. El dibujo representaba algo así como una escalera firmemente asentada en el suelo que a medida que ascendiera fuera desintegrándose.
Por alguna razón, al archivarlo, lo di la vuelta, de modo que las formas más libres quedaron abajo y las más contundentes arriba.

En esta última visita mía al sarcófago reconocí que, si alguien contemplaba la obra algún día, mejor sería que la encontraran en pie y no haciendo el pino. Pero ésta no era una razón fundamental por la que me decidiera darla la vuelta dejándola en su posición original, antes de cerrar el archivador para dedicarme a otros asuntos sin relación con éste. La razón fundamental de no dejarla al revés radicaba en que lo sólido tenía que estar manteniendo lo vaporoso. No se extrañen, es una cosa natural: en un paisaje el cielo no es de roca ni el suelo es de gas. No pretendía con ello que esta regla hubiera de cumplirse siempre pues no es una idea del todo mala que lo vaporoso, en cierta manera, sostenga lo sólido. Puede haber paisajes muy bellos y si cabe menos comunes absolutamente líquidos o gaseosos. Más abstractos, extraterrestres y quizá por ello más propensos a suscitar deseos exploradores lejos de los magníficos paisajes clásicos.

Sin embargo, para esta obra en concreto, me decanté finalmente por la visión paisajística tradicional. Dar la vuelta al dibujo una vez terminado puede resultar interesante pero también puede parecer un prescindible efecto de postproducción. Cuando uno utiliza espejos y recurre a planteamientos estéticos vanguardistas corre el riesgo de perderse en las arenas movedizas de la poesía pura. Así que ahora lo de abajo está abajo y lo de arriba, arriba. Puede que si visito el sarcófago de nuevo me parezca pertinente volver a darle la vuelta.

Apagué la luz no demasiado convencido de si algún día tendré ocasión de discutir esto con Dante.

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