26 de septiembre de 2012

Políticos en el balcón



Por lo general me inclino a pensar contrariado que el mundo es demasiado grande. Prácticamente inabarcable. Aspirar a cambiarlo con actos -violentos o no- o con palabras -violentas o no- puede representar una empresa quimérica. Tiene mucho de bella y de imposible; también puede llegar a ser violenta y antitética. Acudo en busca de consuelo de tanto en tanto a la actualidad informativa mediatizada mientras sueño con vivir otras vidas que no son la mía.

Hoy los políticos se han asomado al balcón y este acto que cualquiera puede hacer todos los días se ha convertido en la gran noticia de un otoño más lluvioso que el pasado. Porque estamos en otoño, en otoño suele llover y en otoño también se necesitan noticias. Es de esperar que esta nueva noticia se sustituya por otra con el paso del tiempo. Las hojas de los periódicos son, a este respecto, como las hojas del otoño.
Pese a que uno pueda asomarse al balcón todos los días -si dispone, claro, de balcón por el que asomarse- asomarse a un balcón, para un diputado, es realmente excepcional. Es incluso épico si el diputado acude rodeado de cámaras de televisión y periodistas a sueldo que nos novelan la realidad. Por motivos de seguridad conviene no descorrer los visillos blindados del Congreso pero hoy se ha hecho una excepción con motivo del 25 S. Si hubiera pintores de la Corte como los de antes -porque ahora también hay pintores de la Corte y no me refiero precisamente a los periodistas- retratarían al político de turno en una alegoría barroca y delicada. El mandatario con la tez blanquecina, los pómulos sonrosados y una peluca llena de bucles, en un trance de abandonar sus importantes pliegos (la pluma todavía húmeda, la mirada de la lechuza disecada) para dirigirse a un balcón por el que entra un halo de luz divina.

Estamos en otoño, veinticinco de septiembre. En otoño suele llover, de hecho, ha llovido, pero yo, en vez de la lluvia, sólo escuchaba las palabras de mi propio hemiciclo, éste mismo que ahora les entretiene. Me he dado cuenta de que llovía al hacer una pausa para fumar un cigarrillo interrumpiendo mi burocrática labor literaria. Por eso he pensado que el golpe de una piedra no se escucha en el interior de un tanque blindado y por eso mismo no creo mucho en las palabras. Ni siquiera en las mías. El mundo es demasiado grande, inabarcable, y pertenece a los que tienen las armas. Respecto a las palabras, son sólo embalajes.

24 de septiembre de 2012

Lucy






Se llamó así a la estrella BPM 37093, un diamante que pesa 10.000 quintillones de quilates. Se encuentra en la constelación de Centauro. El astro se llamó también Estrella de África. La Estrella de África es el diamante -tallado- más grande sobre la Tierra. Pesa 530 quilates y está en un cetro real británico.

En fin, qué les voy a contar.

Los Beatles también eran británicos y su fama y fortuna llegó a alcanzar cifras astronómicas. El título de una de sus canciones era Lucy in the sky with diamonds, de ahí lo de Lucy cuando se etiquetó científicamente a la fuente de una luz que viaja por el espacio y llega a nuestro planeta 54 años después de ser emitida.

Lucy, a simple vista, también parece el nombre de una joven norteamericana. Estaba en el cielo acompañada de diamantes, al menos, mientras los de Liverpool dirigían su business y se convertían en estrellas. Más tarde se especularía sobre si el estribillo de aquella canción era o no las siglas del LSD… De cualquier manera al final el LSD pasó a llamarse también Lucy.

Muchos, optimistas y quizá enamorados de los 80, piensan que el corazón del hombre es un diamante más grande y más valioso que Lucy. Por el contrario los desesperanzados piensan que fortunas como ésa sólo se encuentran a 54 años luz, esto es, que en la Tierra sólo hay miserias de todos los colores. Otros, los consumidores de LSD, asisten entusiasmados a imaginarse cómo resonará una cosa que está más caliente que el Sol y que es veinte mil veces más densa que el Platino[1]. A lo mejor parecido a aquella canción de los Beatles.

Y no sé quién pensará de forma correcta o equivocada. Ni siquiera sé si pensar de forma correcta es mejor o peor que pensar de forma equivocada. No sé tampoco si Lucy in the sky with diamonds es una buena canción aunque sea ampliamente difundida y aceptada. Todo son apreciaciones de una realidad más o menos alterada. No sé absolutamente nada y cuanto sé, a la vista está, me lo invento. También hay una parte de lo aprendido y, finalmente, sólo quedará el olvido, el vacío o la oscuridad.

Y Lucy brillando en el cielo.


[1] Porque es verdad que la estrella despide vibraciones sonoras a un ritmo constante como si fuera un gong o una campana gigante. 

20 de septiembre de 2012

Al revés


Hace algunos días descendí al sótano donde guardo mis dibujos. En un archivador con anillas amarillean con el paso del tiempo. En la edad que solía dibujar la muerte era una de mis grandes preocupaciones -si no la gran preocupación- y me consolaba pensando que mi obra de algún modo me concedería la vida eterna al lado de Dante y tantos otros. Preocupado, como digo, pregunté a mi profesor de plástica cuánto tardaría el grafito o el papel de aquellos dibujos míos en desintegrarse sin necesidad de ser restaurado. El pobre hombre hizo sus números y supongo que silabearía que trescientos años o una cifra así, cosa que debió aterrorizarme por completo. No es que despreciase una vida tan larga pero aquello, comparado con la inmortalidad artística, se me antojaba como una menudencia.

Mi obsesión por la posteridad me visitaba con frecuencia, acompañada de temores análogos y esperanzas frustradas. Comencé por preservar mis dibujos de la luz del sol, después los encerré en una caja fuerte que valía más dinero que lo que me podrían dar por mis obras, pensé en envasar mis dibujos al vacío para salvaguardarlos de la oxidación… mi esfuerzo, al dibujar, no era poco y lo maravilloso que me parecía el acto era bastante; de modo que aguardaba la recompensa, construía la pirámide, creía en la salvación eterna…

Mientras todo esto acudía a mi mente y pasaba de unos dibujos a otros noté que uno de ellos estaba al revés. No había sido una equivocación archivarlo así, al punto recordé que tal había sido mi última voluntad antes de sellar por última vez mi particular caja del tiempo. La obra en cuestión se trataba de una abstracción pseudocubista de unas escaleras donde en las zonas inferiores dispuse formas más sólidas y de aspecto tridimensional y en las zonas superiores asuntos más enrevesados y garabateados. El dibujo representaba algo así como una escalera firmemente asentada en el suelo que a medida que ascendiera fuera desintegrándose.
Por alguna razón, al archivarlo, lo di la vuelta, de modo que las formas más libres quedaron abajo y las más contundentes arriba.

En esta última visita mía al sarcófago reconocí que, si alguien contemplaba la obra algún día, mejor sería que la encontraran en pie y no haciendo el pino. Pero ésta no era una razón fundamental por la que me decidiera darla la vuelta dejándola en su posición original, antes de cerrar el archivador para dedicarme a otros asuntos sin relación con éste. La razón fundamental de no dejarla al revés radicaba en que lo sólido tenía que estar manteniendo lo vaporoso. No se extrañen, es una cosa natural: en un paisaje el cielo no es de roca ni el suelo es de gas. No pretendía con ello que esta regla hubiera de cumplirse siempre pues no es una idea del todo mala que lo vaporoso, en cierta manera, sostenga lo sólido. Puede haber paisajes muy bellos y si cabe menos comunes absolutamente líquidos o gaseosos. Más abstractos, extraterrestres y quizá por ello más propensos a suscitar deseos exploradores lejos de los magníficos paisajes clásicos.

Sin embargo, para esta obra en concreto, me decanté finalmente por la visión paisajística tradicional. Dar la vuelta al dibujo una vez terminado puede resultar interesante pero también puede parecer un prescindible efecto de postproducción. Cuando uno utiliza espejos y recurre a planteamientos estéticos vanguardistas corre el riesgo de perderse en las arenas movedizas de la poesía pura. Así que ahora lo de abajo está abajo y lo de arriba, arriba. Puede que si visito el sarcófago de nuevo me parezca pertinente volver a darle la vuelta.

Apagué la luz no demasiado convencido de si algún día tendré ocasión de discutir esto con Dante.

17 de septiembre de 2012

Tapacubos




En ocasiones he andado o circulado por una carretera y he observado que algún vehículo pierde alguno de sus tapacubos. Dado que las ruedas de los vehículos giran con fuerza y velocidad los tapacubos salen despedidos y llegan a rodar grandes distancias descontrolados hasta que se detienen colisionando con algo y abandonando todo movimiento como si fueran monedas que han escapado de nuestro monedero. Los tapacubos son de plástico, pesan poco y son hasta cierto punto bastante inofensivos. Ignoro si cumplen alguna función además de la puramente estética.

Ninguno de los conductores que he visto se ha dado cuenta de que ha perdido el tapacubos mientras conducía.

Si algún día ustedes tienen ocasión de presenciar esta escena advertirán que puede guardar cierto parecido con otra escena de alguna película en blanco y negro de Charlie Chaplin. A cámara rápida y de escaso metraje, cómica y, a su vez, algo triste.

El recreo




Cuando eres niño y vas a clase dispones de tiempo libre, un tiempo en el que debes permanecer dentro del patio. En la edad adulta la vida es una cárcel y también dispones de tiempo libre que has de disfrutar en la cárcel. Abandonar la cárcel no sé si ofrece algún consuelo pues cuando abandones la cárcel abandonarás también la vida.



Cuando uno escribe también tiene sus recreos y suele darse una regla de perfecta proporción: a mayor disfrute del creador, menos digerible resulta su obra para el público. Por lo común el escritor se abandona a sus vicios en pos de formulaciones definitivas y perfectas, tal si fuera el autor de ese poema ideal del que habló Rafael Cansinos Asséns. Un poema que deberíamos escribir durante toda una vida, aquel cuya contemplación debería extasiarnos por siempre. Armonía perfecta.
La poesía tiende a convertirse entonces en poesía pura y esta poesía, al final, no la lee ni la recuerda ni la tía de su autor. Porque es -como podría considerar Witold Gombrowicz- un plato rebosante de azúcar y no un pequeño azucarillo en el café. En definitiva, una lectura que puedes admirar incluso sin haberla emprendido.

Cuando el arte se convierte en trabajo entonces el escritor se ve obligado a prestar servicio. Disponer de horarios, rutinas, ser cortés… atenerse –esencialmente– a ciertas convenciones sociales dependiendo del tipo de trabajo en el que, además de escribir, debe trabajar. Si por contra el escritor escapa de la cárcel, se limita a redactar mensajes en botellas arrojadas a un mar inmenso y lleno de plástico. En otras palabras: está tan muerto como Dante.

Esto, cuando estar muerto mientras se vive puede resultar hasta cierto punto agradable y enteramente satisfactorio. Lo menos, si eres tú quien escribes tendrás la garantía de que te lo has pasado bien a costa del sufrimiento de tus indefensos lectores.

SUFRID MALDITOS

Si tienes lectores, claro, porque por lo común uno se encuentra hablando solo. O haciendo poesía pura o arte para artistas… uno se halla drogándose en cierta forma; sus sentidos se agudizan y descubre cosas insospechadas. Está bailando en un ritual tribal alrededor de una hoguera, está soñando con mundos y vidas maravillosas e imposibles extramuros…
Y quizás luego despierte leyendo a alguien como aquel último autor que citamos -Gombrowicz- y llegue incluso a imaginárselo intentando hacer poesía en un idioma en el que conocía muy pocas palabras. Normal que entonces uno se digne a escribir lo elemental y estrictamente necesario. Es respetable y perfectamente comprensible.


Un chino puede tratar de leer este mismo texto y usted, querido lector, dado el caso, puede ser ese mismo chino del que le hablo. Cuando se arrojan textos al mar pueden acabar en manos de chinos o de gente que, por la razón que sea, no entiende tu idioma e incluso sólo conoce un alfabeto distinto al que tú recurres sin más alternativa.

El mar es inmenso y sus corrientes, caprichosas pero ése no es motivo suficiente para que dejen de escribirse mensajes en botellas arrojadas al mar.