Este dibujo siempre lo he guardado con un cariño especial. Recuerdo que hice bastantes de este tipo y constituían una empresa que me obligaba a estar distraído en gran parte de las clases. Los cartones sobre los que está hecho acompañaban a los tacos de folios que nos daban en el colegio. Eran estos cartones un bien muy preciado ya que, por cada cien folios, correspondía un cartón de manera que muy pocos alumnos eran poseedores de estos cartones tremendamente útiles para escribir encima de ellos, folio mediante, de manera que la tinta del bolígrafo se deslizase con soltura. Mi condición de artista no me daba preferencia a la hora de recibir un cartón de manera que cuando uno llegaba a mis manos tenía que aprovecharlo al máximo. Solía enlazarlos unos con otros hasta formar dípticos y trípticos infinitos como puede verse en la imagen. Por lo general mis compañeros apreciaban mi minuciosa labor pero en una ocasión uno se enfadó conmigo y me rompió un dibujo delante de mis narices. Le dije orgulloso que no me importaba, que podía hacer más y para demostrarlo me hice con otro cartón y empecé a dibujar. Realmente eso era lo importante, el talento de dibujar y no el dibujo en sí, el esfuerzo y la dedicación. Pero claro, con eso uno no se consuela. Aunque dije que no me importara en realidad con el dibujo también se me desgarró un pedazo de alma pero de ninguna forma debía dar muestras a mi enemigo de desfallecimiento pues entonces su motivo tendría respuesta y podía llevarle a repetir la acción y bastaban unos segundos para acabar con un trabajo de semanas enteras. Todo ésto lo razonaba yo con muy corta edad. Dada mi frenética actividad dibujística acarreaba un gran gasto de bolígrafos y recuerdo que los guardaba en el estuche cuando su vida se extinguía. Conocía muy bien las calidades de la tinta y a veces hasta los personificaba como si fueran una dinastía, de manera que los bolígrafos hijos iban enterrando a sus antedecesores.
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