Me convertía en mi tío abuelo y visitaba el hospital. Unos médicos pasaban por mi habitación y comentaban que el hospital estaba bastante vacío, como debía estar. Llegaba a mi habitación una paciente anciana, y yo la dejaba elegir cama, pues había una cama libre al lado de la mía.
Había deshecho las dos camas, y pensaba que por ello la
anciana se iba a molestar. La anciana eligió la cama contigua a la pared,
porque supuestamente ella recibiría menos visitas que mi tío abuelo y así mis
visitas tendrían mejor acceso. Recuerdo que al lado de las camas se encontraban
sendas mesitas de noche.
Mi tía vendía su casa. Mi familia se la compraba y a
cambio ella nos pagaba un alquiler. Estábamos como de reforma en el piso y, en
su habitación, había acumulados tres radiadores marrones, todos encendidos.
Procedía a apagarlos pues, ahora que ella no estaba allí, aquello era un gasto
innecesario. Desde la ventana podía ver un brumoso Madrid plagado de edificios,
vacío por la pandemia. Dentro de poco se pondría fin al confinamiento y se
podría salir a la calle.
Me encontraba descansando en un parque de Madrid y, desde la acera, observaba edificios con fachadas barrocas, pensando en encuadrarlos para una foto.
Un amigo homosexual me enseñaba su carpeta de apuntes del colegio, en los que había notas de asuntos religiosos, hablando sobre lo impúdico de la desnudez, por ejemplo. Mi amigo no había podido completar los estudios, muy a su pesar, porque había sido expulsado, de modo que no conservaba demasiados apuntes en la carpeta. Eso sí, los que había estaban bastante ordenados.
Yo hacía bromas sobre la iglesia, sosteniendo algo así como que el cielo estaba lleno de pobres y que si cometías pecados ascendías de nivel al purgatorio.
Ahora que lo pienso, no encuentro demasiado sentido a los chistes.
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