En efecto, hubo una época en la que ejercí la misma práctica que ahora desempeño, solo que en el papel. No se trató de algo continuado, sino de algo bastante ocasional y esporádico. Abandoné aquella labor porque no me resultaba satisfactorio remontarme siempre a la lectura de estados pasados. Tampoco convivía muy a gusto con la arbitrariedad con la que los sueños se producían, ni con la prisa con la que había de trascribirlos para evitar olvidarlos.
De cualquier manera, este sueño no lo relaté, sino que barajé la posibilidad de
hacer a partir de él una obra literaria pues, tal y como vino, me pareció de
una estructura idónea para encajar en una suerte de libro o publicación. Puede
ser que incluso apurase un esbozo que terminé rechazando. Y digo esto por no
decir que seguramente pensé que era una historia realmente buena que, en la
medida en que fui despertando, me fue desencantando.
El sueño en cuestión trataba sobre una especie de tribu
que vivía en una caverna y accedía a un nuevo mundo; natural, selvático,
luminoso y puro, tras un largo y tortuoso periplo que no puedo detallar en
profundidad. El protagonista resultaba ser, junto a su novia o esposa, o amiga,
el sobreviviente salvaje de una gran guerra, una glaciación o un cataclismo. Y
como secuela de este estado anterior, el protagonista había perdido la voz,
pero eso no le impedía comunicarse con su compañera a través de otros
ingeniosos códigos.
A pesar de que los detalles me resulten impenetrables,
consigo evocar la sensación de desamparo al perder la voz, la sensación
reconfortante al encontrar formas alternativas de comunicarme… la inmensidad y
sobrecogimiento de aquel nuevo mundo, tan natural y esplendoroso, que
significaba un renacer tras tiempos oscuros.
Podría haber sido una buena historia, pero resultó más interesante soñarla que escribirla.
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