No todos decimos lo que pensamos, ni, por supuesto, pensamos
lo que decimos. La redacción de este texto evidencia la segunda cuestión.
Respecto a la primera, podemos referirnos a lo pensado a sabiendas que lo dicho
no es el pensamiento en sí. Las palabras traducen el pensamiento, son un
reflejo más o menos burdo de él. Pueden, las palabras, reglamentar lo que
pensamos o también pueden confundirnos en la misma proporción.
Aunque prácticamente todo se pueda nombrar esto no es
garantía de que algunos de nuestros pensamientos puedan comunicarse con
absoluta eficiencia. De la misma manera que lo que llamamos mundo es una discriminación pensada, las
palabras son un resumen de nuestro interior. Un compendio más o menos fiel pero
en ningún caso exacto.
Lo mismo creo yo que ahora estoy diciendo lo que realmente pienso
pero sólo sería sincero si afirmase que digo una parte de lo que pienso. Así,
está presente cierta censura y aunque me limitase a escribir de forma
automática me demoraría demasiado en tratar de recoger matices infinitos e
infinitamente particulares junto con motivos oscuros y subconscientes, algunos
de los cuales ni yo mismo conozco ni, por descontado, alcanzaré nunca a
nombrar.
A medida que avanzo en el proceso narrativo constantemente
me pregunto ¿Cómo proseguiré con este texto? ¿lo leerá alguien? ¿no sería buena
idea acaso titularlo Gatos azules? Y con
posterioridad reflexiono del siguiente modo:
No, en realidad estaba
pensando en un gato mientras escribía una cosa distinta. Si hubiera dicho en el
momento en que pensaba en el gato cómo era el gato, qué hacía el gato o por qué
ese gato me recordaba algo que no alcanzo a identificar posiblemente sí hubiera
cumplido la norma.
Pero el gato en el que pensaba no tenía ni cuatro patas ni cuatro
letras. No era una imagen nítida ni tampoco una noción vaga. En realidad se
trató de una meditación a la que con posterioridad llamé gato, algo muy difícil de expresar por su carácter sensacional.
Asistí hace escasos minutos como espectador abonado al palco de su equipo a la
narración arbitraria de mis propias cavilaciones mientras enunciaba algo que me
falsificaba.
¿Y qué es lo que
verdaderamente pienso, aquello que me identifica, que me otorga sentido? Me
pregunto enredándome en palabras innecesarias que me llevarán innecesariamente a
otras palabras.
Señor del público – Pues hombre, si no lo sabes ni tú…
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