21 de marzo de 2019

El somnífero

Hoy me he levantado temprano, a causa de la siguiente pesadilla: 

 

Me encontraba -nuevamente- en clase del colegio, y creo recordar que hacía bastante calor. Calor que se volvió a intensificar de manera especial al final del sueño, hasta el punto de despertarme empapado de sudor.

Quizá a causa del calor, me quitaba los pantalones y la clase seguía su curso normal. Cuando quise volver a ponérmelos, no los encontraba, y estuve probándome varios de mis compañeros. Era muy extraño que hubiera tantos pantalones allí, pues no recordaba que mis compañeros se los hubieran quitado. 

 

En la clase, un colega exponía algunos cuadros y fotografías, y yo encontraba en ellos algunas imágenes de las casas de mis vecinos en fase de construcción, o de abandono. Decía a mi colega que, si hubiera alargado un poco más el encuadre, podría ver mi casa, y me sorprendía esta última coincidencia.

Para cerciorar que realmente mi casa estaba allí, salí al jardín, que estaba asalvajado y lleno de maleza seca. Descubrí una especie de arqueta; profunda, oscura y llena de telarañas, pero allí no se encontraban, como es obvio, las fotografías o las evidencias que había ido a buscar. Una nube de moscas y mosquitos comenzó a perseguirme, y aquello era realmente problemático, pues no llevaba pantalones y podían picarme en las piernas. Los insectos entraron tras de mi en clase, y la profesora y los alumnos sugerían emplear insecticida para acabar con ellos, pero los aniquilé con una suerte de periódico, a modo de matamoscas. A la gente le sorprendió bastante que matara a los insectos de forma tan sencilla y poco contaminante.

 

La clase iba a concluir, y seguía probándome pantalones, unos detrás de otros. Algunos tenían bolsillos, otros una talla más o menos, otros eran cortos, otros presentaban colores que no eran el gris del uniforme escolar, como unos que me probé que, aunque no lo advertí en su momento, eran de un rojo bastante llamativo. Procuraba esconderme de las chicas de clase mientras me cambiaba, más por una cuestión de protocolo que otra cosa, pues no sentía demasiada vergüenza. Al final, la profesora encontró unos pantalones que parecían los míos. Comprobé su cierre y desconfié, me los probé y, aunque no parecieran los míos, con el tiempo fui acostumbrándome y reconociéndolos, tomándolos como propios en cuanto los ajusté y saqué la camisa por fuera de ellos. Me cambiaba detrás de una chica y me cuestionaba lo absurdo de aquella norma de protocolo pues, aunque la chica estuviera de espaldas, me encontraba muy cerca suyo. 

 

En el transcurso de este cambio, la profesora me había pedido un discurso sobre literatura para el resto de la clase, y yo elaboraba una alocución que estaba ganando bastante atención. Venía a decir algo así como que el asunto de la escritura es cuestión de práctica y vocación, que hay que procurar, para emprender una obra nueva, emprenderla a toda costa con pasión y voluntad, aun a riesgo de que no sea buena o no tenga sentido. En medio del discurso recuerdo anotar un breve comentario jocoso: Joder, parezco Camilo José Cela vendiendo un curso de literatura. Cuando la profesora estaba completamente obnubilada y convencida de mi arenga, cambié radicalmente de opinión, y pregunté si acaso era lógico lanzarse a escribir cosas sin ningún sentido; ¿Con qué nos quedamos si un texto no tiene significado, con sus palabras?

 

La clase llegaba a su fin y aclaré con la profesora el asunto de los pantalones. Parecía ser que había tantos por allí desperdigados porque, antes de nuestra clase, otros alumnos la ocupaban, y estos debían cambiarse de ropa para hacer gimnasia. Muchos de esos alumnos olvidaban sus prendas, las dejaban allí abandonadas deliberadamente o, según me apuntó la profesora, no había espacio para ellas en la lavadora. Me pareció bastante plausible aquello último, pese a no entender completamente el asunto de las lavadoras. 

 

Pronto el aula se llenó de gente y se inició una especie de juego de tirar de una cuerda entre dos bandos. Andábamos de un lado para otro, apelotonándonos y riendo, hasta que decidí alejarme de allí y conmigo se vino un amigo músico. Quienes observaban con cierta distancia el juego y no participaban, en su mayoría chicas, les pareció que mi amigo y yo éramos realmente inteligentes a causa de aquella escurridiza maniobra de evasión.

Llegué exhausto hasta un pupitre y allí intimé con una chica rubia, algo mayor y, para mi gusto, no especialmente atractiva. La chica se mostraba algo triste y yo, en tono de broma, apunté que me recordaba a Isabel Gemio. La chica, lejos de celebrar mi ocurrencia, me confesó que realmente era hermanastra de Isabel Gemio. Tenía sentido su parecido entonces, aunque más tarde meditara sobre el asunto y descubriera que, siendo hermanastra, no tenía por qué parecerse demasiado a la famosa presentadora. Nos besamos y me pregunté qué podría yo ofrecer a aquella relación incipiente, pues albergaba algunas dudas. La chica me contó que era guardia de seguridad, lo cual me dejó un poco perplejo. 

 

Abandoné el aula y ya era de noche. Desemboqué en una especie de calle estrecha, como de pueblo costero. Había bastante gente paseando y, subiendo la calle, distinguí un grupo de ultraderecha, que avanzaba a paso rápido en actitud agresiva y desafiante, gritando consignas. Fui en sentido contrario, casi corriendo para evitarlos, y algunos de los manifestantes salteados que me iba encontrando me insultaban.

Uno de estos manifestantes se puso a mi lado, y empezó a hablarme y a hacerme preguntas insidiosas. Buscaba refugiarme en algún local, pero este personaje me insinuaba que era imposible que lograra escapar tan fácilmente. Hablaba con él, y me mantenía frío y educado, no fuera a buscarme problemas. Llegamos al puerto marítimo, y allí el personaje empezó a alegar que la socialdemocracia no tenía sentido, tratando de averiguar mi ideología política. Yo le apunté que adivinar aquello era bastante difícil, y que, personalmente, no creía en política ninguna. Que la política solo era una forma ineficiente de administrar recursos, y que lo mismo daba Franco, que Hitler que Felipe González o Emilio Butragueño. Tras mis palabras, el personaje quedó pensativo y permitió que me fuera.

 

Cuando ascendí otra vez las calles que confluían en el puerto marítimo, otro simpatizante de ultraderecha me asaltó. Se presentó como el primo del personaje anterior. ¿Sabes qué sería genial? Verte aquí, en medio de la plaza, hablando por WhatsApp con nosotros.

Este segundo asaltante parecía bastante amistoso y más inteligente que su supuesto primo, pero le comuniqué que no le iba a dar mi número de teléfono para que me metiera en algún grupo, no me fueran a hacer bullying y le dije que, si quería encontrarme en la plaza, no tendría problemas, pues pasaba mucho por allí (esto último era mentira, pues había ido a aquella ciudad de vacaciones y era de verse que pasarían largas temporadas sin pisar la plaza).


Seguimos andando y el asaltante acercaba una especie de filtros de cigarro, o de algodón de azúcar, a mi nariz. Yo me empezaba a marear y conseguía, en un extraño forcejeo, que el asaltante masticase algunos filtros. Debía tratarse de algún tipo de somnífero y estaba haciendo efecto. Tanto cuando buscaba un local para esconderme como ahora, cuando pensaba en pedir auxilio a la gente que caminaba por la calle, no tenía demasiada esperanza en que a alguien le fuera a importar lo más mínimo.

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