23 de marzo de 2019

El pelele

Íbamos un grupo de gente a casa de un amigo. La casa se encontraba en medio de un paisaje islandés, con roca volcánica, una especie de fiordos, y un hotel abandonado por el que la gente descendía de la casa de mi amigo a otros lugares, quizá a la playa. Tenía, el hotel, una puerta entornada y pintada de azul que daba acceso a unas escaleras. Por debajo de la puerta se podía pasar y la función de la puerta, más que evitar el paso, era la de ahuyentar a transeúntes que no lo conocieran y fueran a causar actos de vandalismo.

Cuando llegué a aquel paraje islandés, me detuve con propósito de tomar unas fotos, y jugaba con los reflejos de las casas en los charcos, las ramas de los árboles y los pájaros. También con las siluetas de los visitantes que me acompañaban. Estos se movían continuamente y, dado que mi móvil era muy lento, perdía continuamente el mejor momento de la fotografía. 

 

En algún instante de aquella visita me entretuve en realizar acrobacias por una suerte de gradas blancas de un anfiteatro lleno de maleza, describiendo saltos y volteretas. Nuestro anfitrión no sabía muy bien qué cocinar, no tenía ideas o ingredientes suficientes. Finalmente se decidió por unas patatas fritas y un postre que parecían gofres. Echó un puñado de patatas en una olla llena de aceite hirviendo y su madre tenía preparado otro puñado de patatas en una pequeña cesta metálica que también sumergió en aceite. Removía las patatas gracias a una larga espumadera. Estaba bien que la espumadera fuera larga, pues el aceita saltaba.

El anfitrión nos enseñaba la gran casa y ascendíamos a los pisos superiores por unas escaleras de caracol. Iba siguiendo al anfitrión hasta que las escaleras se estrecharon de tal forma que no podía avanzar más. Podría haberme contorsionado y haber superado aquel embudo, pero no sabía si, en el intento, iba a quedarme atascado. Comuniqué al anfitrión y a la gente que me seguía que aquello era arriesgado, y que no sabía si realmente merecía la pena llegar hasta arriba. Sugerí, asimismo, encontrar otro camino alternativo a los pisos superiores, pero el anfitrión me comunicó que, de haberlo, lo desconocía. 

 

Hace algún tiempo (esto no forma parte del sueño), vi un vídeo sobre circulación, en el que explicaban particularidades del tráfico y el origen de los atascos. A tenor de este vídeo, en el sueño, me encontraba con mi padre en un restaurante de un pueblecito, al lado de una pequeña carretera comarcal. Decidimos verificar la información del vídeo y realizar un experimento.

El restaurante tenía la sala cerrada, no así la cocina, que creo que permanecía abierta. Que no hubiera personal del restaurante por allí merodeando nos permitió hacernos con unos contenedores de basura vacíos, los cuales colocaríamos en medio de la carretera con motivo de cortar la circulación. 

 

Dudaba que el plan funcionara pues los automóviles, cuando se detuvieran y comprobaran que los contenedores estaban vacíos, podrían empujarlos y reanudar su marcha sin demasiado dramatismo. En cualquier caso, el plan dio sus frutos, y pronto se empezó a formar un fenomenal atasco, que atrajo también a algunos vecinos de aquel pueblo y a las autoridades policiales.

En un aula de una autoescuela, un profesor me explicaba el operativo, y me revelaba que el tráfico había sido desviado por una calle aledaña. Esto permanecía medio en secreto para que la segunda calle no fuera también saboteada y, al mismo tiempo, permitiera seguir con las investigaciones emprendidas. El profesor me enseñaba diapositivas de los garajes de esta nueva calle. Primero estaban pintados con los colores del arcoíris y luego tenían apariencia de garajes de lujo. Ignoro qué tenían que ver los garajes en el operativo dispuesto.

 

No sé cómo ni de qué manera, el caso es que ya no éramos mi padre y yo los autores de aquel experimento ilegal, sino un joven que se encontraba camuflado entre el tumulto, regodeándose en secreto de su crimen. Además de los contenedores de basura vacíos, había colocado junto a ellos un pelele para bloquear la circulación. Este joven terminó delatándose como autor de los hechos porque, a medida que el atasco y la afluencia de vecinos iba aumentando, le empezaban a salir granos en la cara y esta enrojecía. Siendo así, no tardó la policía en identificarle. Conversé con una agente de policía, y me di cuenta de que llevaba una suerte de máscara de terror, la cual me prestó, dada mi curiosidad, y me la puse.

 

La gente me observaba y hacía fotos. El pelele que el criminal había colocado en la carretera se había convertido en una especie de icono del pueblo, y yo ahora, con la ayuda de algunos amigos, me disfrazaba de él. Primero fue la máscara que he citado, y luego consiguieron que me subiera en un carrito de niño. Apenas podía ver algo con la máscara puesta.

Me proporcionaron también dos globos con forma de corazón, que había de girar gracias a un tipo de mango de plástico color rosa con cuidado de que estos no se me escaparan. El disfraz estaba completo y paseaba por las calles del pueblo subido en el carro, sin dejar de llamar la atención. Cuando un señor mayor sentado en un banco me vio, me dijo que qué infancia más triste la mía, pues, a su juicio y seguramente al de todos, no sabía girar los globos con destreza. 

 

Llegamos hasta un aparcamiento semivacío, donde dejamos un coche. El aparcamiento se empezó a llenar y entonces, la policía y yo, tuvimos que retirar algunas bicicletas, algunas de las cuales parecían valer bastante dinero y no estaban muy seguras.

De vuelta del aparcamiento, viajaba en una suerte de taxi o furgoneta en compañía de algunos amigos. El conductor y un cura, que iba de copiloto, se pusieron a bendecir hostias y a tomarlas. Yo le comunicaba a una amiga que se encontraba sentada atrás que Jesucristo era un gran partido, pues tenía el pelo largo, barba, era joven y bastante apuesto. Me ofrecieron una hostia consagrada y yo la ingerí después de proferir una blasfemia. Observé que un compañero que estaba sentado a mi lado había estado tomando fotografías del sacerdote con propósito de hacerle burla. El sacerdote acabó por advertirlo. Me dejó una bolsa de plástico con hostias en mi regazo, algunas de las cuales ingerí, mientras se ocupaba en reprender duramente a mi amigo.

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