Paseaba por el centro de Madrid y, al final de la calle, atisbaba un edificio con banderas y camisetas de fútbol colgadas en los balcones. Pensaba que el fútbol era como una religión que arrastraba a la gente y que en cambio el arte era algo bastante más minoritario e impopular.
Unos hombres de raza negra empezaban a descolgar aquella ropa y paseaba por los aledaños de aquel gran edificio que parecía una nave industrial ocupada. El edificio no tenía cristales en las ventanas y algunos huecos habían sido tapados con bolsas de plástico negras. Al encontrar más inmigrantes y la zona un poco más degradada, decidí cambiar de ambiente, no fuera a ser peligroso.
En una de las partes del edificio había inmigrantes viejos reunidos, y esto me llevó a suponer que los inmigrantes tenían organizada un tipo de sociedad clandestina en aquel gueto.
Todavía deambulando por las calles, ya en busca del metro, encontré a varias personas vestidas de sanitarios, esto es, con un pijama verde, los guantes y las mascarillas. Por lo visto ahora permitían a los sanitarios ir con su uniforme de trabajo por la calle, un derecho que les había costado mucho conseguir.
Un enfermero joven estaba buscando su puesto de trabajo en el hospital, para lo cual le habían indicado un número al que tenía que dirigirse. Sopesaba ayudarle, pero me daba cuenta de que el número que tenía apuntado podría no coincidir con los números verdaderos de los portales. Era muy posible, en suma, que el sanitario tuviera que ir al asentamiento de los inmigrantes.
Reflexioné sobre la labor de los sanitarios, siempre en los peores lugares.
- Ahora somos esenciales – me dijo el sanitario novato, refiriéndose a la pandemia. Yo le dije que eso no había cambiado, que siempre habían sido esenciales.
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