Mi familia o mis amigos iban a inaugurar un restaurante, para lo cual iban a ofrecer una cena. Aunque el menú estuvo bastante bien dispuesto, no hubo demasiados comensales, lo cual presagiaba que aquel negocio no iba a ser muy floreciente. Tras la cena, fui a acostarme y el local se transformó en una suerte de discoteca caótica.
En aquella cena habíamos de representar una obra teatral de Lope de Vega, si mal no recuerdo. Me había tocado un papel corto y mi personaje, que no adivino como se llamaba, estaba representado por una sigla. Quedaban dos días para el estreno, y yo no había memorizado ni una sola palabra del guion, con lo cual estaba un poco preocupado. A medida que profundizaba en él, descubría más palabras complejas para aprenderme, además del texto que correspondía a otros actores y que yo había de replicar.
Un día antes del estreno, en mi escritorio, buscaba la forma de memorizar aquel texto, para lo cual trataba de transcribir el guion en unos papeles en sucio, con letra mayúscula y lápices que, o no escribían o se rompían, encontrando rimas y procurando establecer reglas mnemotécnicas que no terminaban de funcionar. Mi progreso era más bien nulo y el tiempo de la función avanzaba inexorablemente.
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