Mi hermano había tenido un hijo, y yo andaba buscando su habitación en la planta de maternidad. El hospital era una suerte de aeropuerto, con salas amplias y letreros luminosos donde se anunciaban los nacimientos como si fueran vuelos nacionales e internacionales.
Era, el edificio, bastante frío y metálico. Me costó esfuerzo dar con la habitación que, para distinguirla del resto de habitaciones, se llamaba noviembre, en honor a la fecha del nacimiento del niño (aunque en el sueño fuera noviembre, ahora, huelga decir, nos encontramos en febrero).
En el interior de la habitación había un montón de equipos y aparatos electrónicos, estanterías, pantallas, botes de cristal y cables por doquier. Allí, en un espacio reducido y, como digo, atiborrado de enseres, se encontraban algunos familiares y enfermeras, congregados en torno a una especie de sillón de dentista, donde se podía ver una pequeña boca de forma circular bordeada de dientes. Aquello en principio tan extraño era el bebé, andaban realizándole pruebas médicas y yo me sentí un poco inútil.
Felicité a la madre y a mi hermano y, al rato, mi hermano cogió en brazos un bebé amoratado bastante pequeño, envuelto en una bolsa de plástico transparente. A mi hermano no se le veía muy experimentado a la hora de coger bebés, todo sea dicho. Pregunté por el sexo del bebé, pues anteriormente, con el asunto de los dientes, no había podido distinguirlo.
Vi que era niña y las enfermeras me miraron como si hubiera pronunciado una tremenda barbaridad. Tuve que aclarar que, en principio, fisiológicamente parecía una niña, pero claro, eso no significaba que fuera tal cosa.
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