Andaba deambulando por un pueblo costero en busca de un
sitio donde comer. Se trataba de un híbrido entre Benidorm y Menorca, con
calles estrechas y paredes blancas. Llegaba hasta la trasera de un restaurante
italiano y allí una camarera me invitaba a pasar. Eran ya las tres, algo tarde,
y no sabía si ofrecían menú. De cualquier forma, escudriñé la carta y comprobé
que el menú costaba doce euros. En la trasera del restaurante permanecía
sentado un señor italiano de avanzada edad, con cara de pocos amigos. Se
trataba del dueño. Entre lo tarde que era, el precio elevado, y este último
factor, decliné amablemente la oferta de la camarera, que por otra parte
parecía simpática, alegando que en aquel restaurante seguro que se comía bien y
que disculpara la actitud de su jefe pues, según la máxima, allí donde peor
te tratan es donde mejor comes.
Visité varios puestos de comida rápida y no recuerdo donde acabé, el caso es que, pasados los días, quise invitar a una amiga a este restaurante italiano, a ver qué tal se comía. El menú de doce euros resultó ser bastante bueno. El postre consistía en una suculenta lasaña y envolvimos el plato en papel plata para llevárnoslo. El servicio, que seguía siendo atento y amable, me informó que se podía repetir siempre que hubiera comida y mi amiga me recomendó, para ello, preguntárselo a la jefa de sala, que se distinguía del resto de camareros por ir vestida de verde.
Abandonamos el restaurante y de camino fui comiendo mi porción de lasaña, teniendo cuidado de que la mitad quedara para mi amiga, que se había rezagado (quizá fuera al baño) mientras cruzaba las calles sinuosas de aquel pueblo.
En el camino, me encontré con un amigo actor, que iba a
tomar unas cervezas a un bar al que se accedía bajando unas escaleras. Me metí
dentro de una furgoneta blanca y encendí las luces, pero no traté de
arrancarla. El dueño de la furgoneta estaba sentado en las mesas de un
restaurante próximo y en cuanto me vio, vino a reclamar su posesión. Como no
había tratado de arrancar el vehículo ni tampoco había embragado ninguna
marcha, no había ningún problema aparente.
A mi vuelta a casa, comenté con mis padres mi experiencia en el italiano y, a su juicio, un menú de doce euros resultaba caro, pese a que pudieras repetir. Volví al restaurante para trabajar en él y había realizado una pequeña compra para los dueños y trabajadores, que resultaron ser familia.
Los camareros estaban comiendo en una pequeña mesa del local, pero cuando llegué se trasladaron a la terraza. Había traído plátanos, algo más de fruta, salmón, y una olla, entre otras cosas que no recuerdo. Había observado que la olla que utilizaban en el restaurante estaba bastante deteriorada, de modo que uno de mis regalos iba al detalle. La olla que yo traía era mucho más moderna que la suya, tenía luces y botones y una pequeña parrilla desplegable, cosa que no había previsto, pues resultaba que no servía para hervir.
Pese a este último imprevisto, mis regalos acabaron
gustando a la familia y allí me presentaron a uno de sus hijos, con algo de
sobrepeso, al que yo llamé jefe. Conversé también con uno de los
hermanos del hombre anciano que vi en mi primera visita al restaurante y
mientras este hablaba, de su boca salían desprendidos trozos de queso rallado
que iban dirigidos hacia mí. En aquel momento sentí un poco de repulsa y
comencé a pensar que no era del todo buena idea trabajar allí.
El hermano y algún otro miembro de la familia probaron el salmón que había traído, bastante carnoso, pero con poco sabor. Su veredicto fue positivo, aunque recalcaron que aquellos salmones de piscifactoría no eran como los que comían en Italia hace algunos años.
Aún faltaba por sentarse a la mesa el dueño anciano y me
preguntaron que cómo le iba a llamar si ya había llamado a su nieto jefe,
a lo que respondí que le llamaría jefe supremo. La familia parecía
acoger favorablemente mi sentido del humor, pero me encontraba algo nervioso
por conseguir la aprobación del jefe supremo para el puesto. Una vez me
aceptaron, el nieto-jefe me explicó el truco definitivo para captar clientes
por la puerta trasera, al uso de como intentaron captarme a mí la primera vez
que pisé las inmediaciones. El nieto-jefe tenía un programa vía satélite
instalado en el móvil con el que localizaba a los grupos de personas que se
internaban en el callejón. Si se aproximaba algún cliente, yo tenía que salir
presto del restaurante a su encuentro y, en el caso de que detrás de algún
grupo de personas viniera otro grupo más nutrido, olvidarme del primer grupo
para centrarme en el segundo. Al margen de cuestionar esta norma, yo me
mostraba sorprendido por la existencia del programa pues, aunque existieran
mapas vía satélite en los móviles, no sabía hasta el momento que estos pudieran
detectar personas a tiempo real. Podría ser incluso ilegal, bien mirado.
Respecto a la norma, era su restaurante, así que la acataría, aunque no me
pareciera razonable.
Empecé mi jornada en el callejón y, tras algún tiempo allí, me trasladaron a una suerte de terraza en el puerto marítimo, en la frontal. Una de las primeras mesas de aquella terraza estaba ocupada por algunos de mis jefes, que simplemente estaban allí para confundirse con los clientes y vigilar a los camareros. Algunas mesas se empezaron a quedar libres y apareció una familia en la distancia dirigiéndose a la terraza. Pregunté a los jefes de la mesa si era conveniente que me pusiera a limpiar las mesas libres, para que cuando la familia llegase, me vieran ocupado, o si era mejor que los esperara ocioso con las cartas en la mano. No recuerdo el desenlace, el caso es que empecé a acomodar a la familia y acto seguido hizo su entrada en la terraza otro grupo más nutrido, con lo cual, según las instrucciones que me habían dado, debía desentenderme de la familia para atender a los últimos en llegar. Decidí, en este caso, no seguir la norma, pues pensaba que no quedaría muy bien con mis primeros clientes y contaba con que me daría tiempo a atender a todos.
Resultó ser así, y pasé a tomar nota a las dos mesas, que
tenían algunos niños. Los niños pidieron sendas botellas de agua que, sin saber
cómo ni por qué, ya estaban servidas, luego tres personas me pidieron Fanta
naranja y una señora zumo de melón. Yo no sabía si en el restaurante tendríamos
esta última bebida, no obstante, la anoté mentalmente y fui a consultarlo, un
poco agobiado porque no había tomado nota de las bebidas de la primera familia
(sus niños también tenían botellas de agua misteriosamente servidas) ni tampoco
de los platos.
Llegué al bar del restaurante y allí había mucho ajetreo. Noté que aquella
zona, en términos de limpieza, estaba muy descuidada y pregunté si no había
nadie que se encargara de las bebidas, pues no sabía dónde estaban y me
llevaría tiempo prepararlas.
Una chica morena, a pesar de que estuviera desbordada de trabajo, decidió ayudarme e hizo de barman. Me informó que no teníamos zumo de melón, que yo inicialmente confundí con zumo de limón. Mientras la chica servía los vasos, me encargué de agenciarme una libreta. En un corcho había colgadas varias agendas, pero todas resultaban ser muy pequeñas o estar escritas. Al final, conseguí hacerme con una y servir las bebidas, pero cuando regresé a la terraza mis mesas ya tenían servidos los platos que había ido a anotar. Al parecer otra camarera, en mi ausencia, había cubierto mi trabajo. Empecé a anotar inútilmente los platos y a preguntar si estaba todo correcto, sintiéndome completamente inepto, bajo la mirada atenta y desaprobadora de mis jefes italianos.
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