17 de septiembre de 2012

El recreo




Cuando eres niño y vas a clase dispones de tiempo libre, un tiempo en el que debes permanecer dentro del patio. En la edad adulta la vida es una cárcel y también dispones de tiempo libre que has de disfrutar en la cárcel. Abandonar la cárcel no sé si ofrece algún consuelo pues cuando abandones la cárcel abandonarás también la vida.



Cuando uno escribe también tiene sus recreos y suele darse una regla de perfecta proporción: a mayor disfrute del creador, menos digerible resulta su obra para el público. Por lo común el escritor se abandona a sus vicios en pos de formulaciones definitivas y perfectas, tal si fuera el autor de ese poema ideal del que habló Rafael Cansinos Asséns. Un poema que deberíamos escribir durante toda una vida, aquel cuya contemplación debería extasiarnos por siempre. Armonía perfecta.
La poesía tiende a convertirse entonces en poesía pura y esta poesía, al final, no la lee ni la recuerda ni la tía de su autor. Porque es -como podría considerar Witold Gombrowicz- un plato rebosante de azúcar y no un pequeño azucarillo en el café. En definitiva, una lectura que puedes admirar incluso sin haberla emprendido.

Cuando el arte se convierte en trabajo entonces el escritor se ve obligado a prestar servicio. Disponer de horarios, rutinas, ser cortés… atenerse –esencialmente– a ciertas convenciones sociales dependiendo del tipo de trabajo en el que, además de escribir, debe trabajar. Si por contra el escritor escapa de la cárcel, se limita a redactar mensajes en botellas arrojadas a un mar inmenso y lleno de plástico. En otras palabras: está tan muerto como Dante.

Esto, cuando estar muerto mientras se vive puede resultar hasta cierto punto agradable y enteramente satisfactorio. Lo menos, si eres tú quien escribes tendrás la garantía de que te lo has pasado bien a costa del sufrimiento de tus indefensos lectores.

SUFRID MALDITOS

Si tienes lectores, claro, porque por lo común uno se encuentra hablando solo. O haciendo poesía pura o arte para artistas… uno se halla drogándose en cierta forma; sus sentidos se agudizan y descubre cosas insospechadas. Está bailando en un ritual tribal alrededor de una hoguera, está soñando con mundos y vidas maravillosas e imposibles extramuros…
Y quizás luego despierte leyendo a alguien como aquel último autor que citamos -Gombrowicz- y llegue incluso a imaginárselo intentando hacer poesía en un idioma en el que conocía muy pocas palabras. Normal que entonces uno se digne a escribir lo elemental y estrictamente necesario. Es respetable y perfectamente comprensible.


Un chino puede tratar de leer este mismo texto y usted, querido lector, dado el caso, puede ser ese mismo chino del que le hablo. Cuando se arrojan textos al mar pueden acabar en manos de chinos o de gente que, por la razón que sea, no entiende tu idioma e incluso sólo conoce un alfabeto distinto al que tú recurres sin más alternativa.

El mar es inmenso y sus corrientes, caprichosas pero ése no es motivo suficiente para que dejen de escribirse mensajes en botellas arrojadas al mar.

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