Vivimos en la ciudad de los escaparates, de las luces intensas y del espejismo de la felicidad. Hay estadios con aire acondicionado, granjas como estadios y vertederos como sierras. Aquí y allá nos encontramos rostros de modelos anunciando una vida ficticia que nadie alcanzará porque, entre otras cosas, no existe; numerosas pantallas planas retransmitiendo las veinticuatro horas del día una experiencia que no es ni será nuestra… La ciudad, de una parte, es toda fachada y relumbrón. Centros comerciales llenos de gente bulliciosa y supermercados en donde los productos son inagotables, jardines perfectamente domesticados, guardias de seguridad... pero basta torcer un par de calles para encontrarnos otra realidad: sin techo, prostitutas, carteristas y violadores. Lo que prima es esconder lo que no debe verse en el sótano, con la luz apagada. Lo que prima es seguir engañándonos en nuestro parque temático lleno de tiendas y automóviles producidos en grandes cadenas de montaje. Y mientras unos se engañan con buena o mala fe otros quedan excluidos de la rueda y mueren de frío o por las drogas. Sobrevivirá, como siempre, el mejor adaptado.
Aunque nos cueste creerlo o prefiramos olvidarlo no es el escenario de una película de ciencia ficción, es el escenario de nuestra vida. Todos conocemos más o menos la trastienda, el otro lado de la ciudad decorado, pero preferimos no transitar por ella y no lo haremos si no nos vemos realmente en la necesidad. Puede que mañana llueva y el cartón piedra se convierta en basura y entonces todos, salvo muy pocas excepciones, habitemos en un suburbio.
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