Hoy me he levantado
temprano, a causa de la siguiente pesadilla:
Me encontraba
-nuevamente- en clase del colegio, y creo recordar que hacía bastante calor.
Calor que se volvió a intensificar de manera especial al final del sueño, hasta
el punto de despertarme empapado de sudor.
Quizá a causa del
calor, me quitaba los pantalones y la clase seguía su curso normal. Cuando
quise volver a ponérmelos, no los encontraba, y estuve probándome varios de mis
compañeros. Era muy extraño que hubiera tantos pantalones allí, pues no
recordaba que mis compañeros se los hubieran quitado.
En la clase, un
colega exponía algunos cuadros y fotografías, y yo encontraba en ellos algunas
imágenes de las casas de mis vecinos en fase de construcción, o de abandono.
Decía a mi colega que, si hubiera alargado un poco más el encuadre, podría ver
mi casa, y me sorprendía esta última coincidencia.
Para cerciorar que
realmente mi casa estaba allí, salí al jardín, que estaba asalvajado y lleno de
maleza seca. Descubrí una especie de arqueta; profunda, oscura y llena de
telarañas, pero allí no se encontraban, como es obvio, las fotografías o las
evidencias que había ido a buscar. Una nube de moscas y mosquitos comenzó a
perseguirme, y aquello era realmente problemático, pues no llevaba pantalones y
podían picarme en las piernas. Los insectos entraron tras de mi en clase, y la
profesora y los alumnos sugerían emplear insecticida para acabar con ellos,
pero los aniquilé con una suerte de periódico, a modo de matamoscas. A la gente
le sorprendió bastante que matara a los insectos de forma tan sencilla y poco
contaminante.
La clase iba a
concluir, y seguía probándome pantalones, unos detrás de otros. Algunos tenían
bolsillos, otros una talla más o menos, otros eran cortos, otros presentaban
colores que no eran el gris del uniforme escolar, como unos que me probé que,
aunque no lo advertí en su momento, eran de un rojo bastante llamativo.
Procuraba esconderme de las chicas de clase mientras me cambiaba, más por una
cuestión de protocolo que otra cosa, pues no sentía demasiada vergüenza. Al
final, la profesora encontró unos pantalones que parecían los míos. Comprobé su
cierre y desconfié, me los probé y, aunque no parecieran los míos, con el
tiempo fui acostumbrándome y reconociéndolos, tomándolos como propios en cuanto
los ajusté y saqué la camisa por fuera de ellos. Me cambiaba detrás de una
chica y me cuestionaba lo absurdo de aquella norma de protocolo pues, aunque la
chica estuviera de espaldas, me encontraba muy cerca suyo.
En el transcurso de
este cambio, la profesora me había pedido un discurso sobre literatura para el
resto de la clase, y yo elaboraba una alocución que estaba ganando bastante
atención. Venía a decir algo así como que el asunto de la escritura es cuestión
de práctica y vocación, que hay que procurar, para emprender una obra nueva,
emprenderla a toda costa con pasión y voluntad, aun a riesgo de que no sea
buena o no tenga sentido. En medio del discurso recuerdo anotar un breve
comentario jocoso: Joder, parezco Camilo José Cela vendiendo un curso de
literatura. Cuando la profesora estaba completamente obnubilada y
convencida de mi arenga, cambié radicalmente de opinión, y pregunté si acaso
era lógico lanzarse a escribir cosas sin ningún sentido; ¿Con qué nos
quedamos si un texto no tiene significado, con sus palabras?
La clase llegaba a
su fin y aclaré con la profesora el asunto de los pantalones. Parecía ser que
había tantos por allí desperdigados porque, antes de nuestra clase, otros
alumnos la ocupaban, y estos debían cambiarse de ropa para hacer gimnasia. Muchos
de esos alumnos olvidaban sus prendas, las dejaban allí abandonadas
deliberadamente o, según me apuntó la profesora, no había espacio para ellas en
la lavadora. Me pareció bastante plausible aquello último, pese a no entender completamente
el asunto de las lavadoras.
Pronto el aula se
llenó de gente y se inició una especie de juego de tirar de una cuerda entre
dos bandos. Andábamos de un lado para otro, apelotonándonos y riendo, hasta que
decidí alejarme de allí y conmigo se vino un amigo músico. Quienes observaban
con cierta distancia el juego y no participaban, en su mayoría chicas, les
pareció que mi amigo y yo éramos realmente inteligentes a causa de aquella
escurridiza maniobra de evasión.
Llegué exhausto
hasta un pupitre y allí intimé con una chica rubia, algo mayor y, para mi
gusto, no especialmente atractiva. La chica se mostraba algo triste y yo, en
tono de broma, apunté que me recordaba a Isabel Gemio. La chica, lejos de
celebrar mi ocurrencia, me confesó que realmente era hermanastra de Isabel
Gemio. Tenía sentido su parecido entonces, aunque más tarde meditara sobre el
asunto y descubriera que, siendo hermanastra, no tenía por qué parecerse demasiado
a la famosa presentadora. Nos besamos y me pregunté qué podría yo ofrecer a
aquella relación incipiente, pues albergaba algunas dudas. La chica me contó
que era guardia de seguridad, lo cual me dejó un poco perplejo.
Abandoné el aula y
ya era de noche. Desemboqué en una especie de calle estrecha, como de pueblo
costero. Había bastante gente paseando y, subiendo la calle, distinguí un grupo
de ultraderecha, que avanzaba a paso rápido en actitud agresiva y desafiante,
gritando consignas. Fui en sentido contrario, casi corriendo para evitarlos, y
algunos de los manifestantes salteados que me iba encontrando me insultaban.
Uno de estos
manifestantes se puso a mi lado, y empezó a hablarme y a hacerme preguntas
insidiosas. Buscaba refugiarme en algún local, pero este personaje me insinuaba
que era imposible que lograra escapar tan fácilmente. Hablaba con él, y me
mantenía frío y educado, no fuera a buscarme problemas. Llegamos al puerto
marítimo, y allí el personaje empezó a alegar que la socialdemocracia no tenía
sentido, tratando de averiguar mi ideología política. Yo le apunté que adivinar
aquello era bastante difícil, y que, personalmente, no creía en política
ninguna. Que la política solo era una forma ineficiente de administrar
recursos, y que lo mismo daba Franco, que Hitler que Felipe González o
Emilio Butragueño. Tras mis palabras, el personaje quedó pensativo y permitió
que me fuera.
Cuando ascendí otra
vez las calles que confluían en el puerto marítimo, otro simpatizante de
ultraderecha me asaltó. Se presentó como el primo del personaje anterior. ¿Sabes
qué sería genial? Verte aquí, en medio de la plaza, hablando por WhatsApp con
nosotros.
Este segundo
asaltante parecía bastante amistoso y más inteligente que su supuesto primo,
pero le comuniqué que no le iba a dar mi número de teléfono para que me metiera
en algún grupo, no me fueran a hacer bullying y le dije que, si quería
encontrarme en la plaza, no tendría problemas, pues pasaba mucho por allí (esto
último era mentira, pues había ido a aquella ciudad de vacaciones y era de
verse que pasarían largas temporadas sin pisar la plaza).
Seguimos andando y el asaltante acercaba una especie de filtros de cigarro, o
de algodón de azúcar, a mi nariz. Yo me empezaba a marear y conseguía, en un
extraño forcejeo, que el asaltante masticase algunos filtros. Debía tratarse de
algún tipo de somnífero y estaba haciendo efecto. Tanto cuando buscaba un local
para esconderme como ahora, cuando pensaba en pedir auxilio a la gente que
caminaba por la calle, no tenía demasiada esperanza en que a alguien le fuera a
importar lo más mínimo.