14 de enero de 2013

Negro, blanco, rojo y verde




Los primeros movimientos de una partida suelen estar en la memoria de un buen ajedrecista. Es un guión más o menos detallado que definirá el desarrollo posterior.
En una conversación los saludos son también comunes. Y detrás de estas primeras formulaciones las variantes de un diálogo son infinitas, al igual que las posibilidades de una partida de ajedrez donde el número de combinaciones es similar al número de átomos en el universo.

A medida que un texto avanza éste se particulariza de tal modo que no habrá otra combinación igual en el mundo. Y eso cuando las palabras son limitadas. En una conversación, sin ir más lejos, utilizamos el 0.1% de las palabras de un idioma. Cuentan que Cervantes escribió 8.000, lo que representa cerca de un 8% del lenguaje.

La combinación de dos colores puede dar lugar a matices infinitos. Nosotros vivimos entre estos matices particulares teniendo una vaga referencia de lo que puede ser un rojo o un verde absoluto. Seguro que todos pensamos en un color rojo diferente cuando nos referimos a ese color. Quienes no ven ni disponen de ninguna experiencia visual, también pueden alcanzar a imaginarse el rojo. Y no creo que ese rojo sea menos rojo que otro.

Algunos idealistas nos aseguraron que lo bello, lo bueno, lo justo… es unívoco y universal. Pero tratar de discernir qué es lo bello, lo bueno, lo justo… en términos absolutos se asemeja mucho a tratar de ponerse de acuerdo sobre lo rojo o lo verde. Para un idealista, aunque reconozca que no se puedan definir con precisión, estas conceptualizaciones están presentes[1] y originan el orden de las cosas. El universo tiene un orden, unas leyes… sin embargo ningún modelo matemático ha sido capaz de expresarlo por completo aunque la experiencia nos lo asegure.

Tratar de evitar lo absoluto no tiene por qué ser una medida cobarde y a lo mejor la sabiduría radica en la más completa ignorancia. Cuando Sócrates afirmaba no saber nada reconocía su ignorancia, nos aseguraba que no se puede poseer una última certeza. Sin embargo admitía que se podía estar seguro de ciertas cosas[2]. Posteriormente los mundos de la razón y el sentimiento se escindieron y en la historia lo apolíneo y lo dionisiaco fueron alternando su hegemonía. Como piezas negras y blancas en una partida de ajedrez donde, a pesar que podamos anotar los primeros movimientos, es imposible detallar todas sus variantes.


[1] Aunque sea en el más allá.
[2] Efectivamente, algo sabía, reconocía la duda…

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