Las palabras crean sus propios lugares, sus propias situaciones y tratándose de tan limitados medios, no nos cabe esperar de ellas grandes alzamientos. La más bella descripción jamás leída, así leída, nos haría estremecernos de risa por su insultante simplicidad estructural, mero resultado de operaciones tan simples como lo son la gramática y la sintaxis. Ahora bien, la palabra, como su estructura, no es más que un vaso vacío más o menos ornamentado. Un discurso jamás es verdadero, sí podrá serlo en cambio su sentido. Podemos beber un vino excelente, que su excelencia será idéntica en un vaso reducido a su llana forma utilitaria que en otro vaso abigarrado de bellísimos bajorrelieves. Palabras, las justas, suficientes para que contengan vino y para evitar distraer nuestra degustación en su tallado. En este vaso que es la palabra se precipita el sentido, la palabra es una llave que debe abrir la misma puerta que el intelecto cerró no sin antes dejar al forastero la custodia de la llave. Hablamos, una vez más, de sentido, de significado, de ideas, y no de palabras, de estructuras, de significantes. Por esta razón es correcto enunciar que jamás se dice lo que se piensa, ni lo que se siente, por mucho que se deba siempre decir. Es claro que se dice una cosa distinta, otra cosa, y si da la casualidad de que esa palabra está en nuestro idioma, abrimos la puerta entonces, como en el cuento árabe. No sólo las palabras son simples simbolizaciones, también se hallan erosionadas de continuo por mil millones de lenguas y de plumas. Hay cierta ocasionalidad en los conceptos, es incontestable. Los conceptos son generalidades polivalentes que se refieren a algo determinado en cada ocasión. En la esfera objetual, material, la inestabilidad de los conceptos parte de la misma inestabilidad adyacente en los objetos sobre los que se aplican mientras que, en el ratio intelectual, ideal, podríamos decir que los conceptos siempre evocan un significado más o menos distinto dada la dispar penetración, apreciación… de las mentes sobre su entramado. No hay tantísimas palabras como sentidos y, en suma, somos tacaños en el uso de la palabra. En ese mar caótico de usos, dificultades y voluntades que es la comunicación con los demás, con uno mismo, se trata de utilizar, como es lógico, la palabra apropiada que más prontamente abra la puerta a la intelección. Porque faltan palabras, porque somos tacaños con ellas y, por extensión, con quien nos escucha; porque en las más grandes palabras están volcados los más grandes sentidos, decimos unas palabras por otras perdiendo en el camino una complejidad infinita de reflexiones. Tan dura es la traición a la que el lenguaje nos somete que al final sólo el escritor sabrá usar correctamente todas y cada una de las llaves que él mismo pulimentó y, así todo, estas llaves se oxidarán y hasta el mismo escritor encontrará, conforme el tiempo transcurra, mayores dificultades a la hora de abrir las puertas.
17 de junio de 2008
La traición del lenguaje
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