Me ha sorprendido el hallazgo de una plantilla del 13
Rue del Percebe sin personajes. Una breve búsqueda ha confirmado la peor de
mis sospechas: ayer falleció el primer artista que -creo-, entre todos, más
consiguiera influenciarme.
En tiempos donde internet no existía y sí lo hacía una sequía cultural perentoria, los Mortadelos que caían en manos de jóvenes de mi talla representaban auténticos tesoros. Las historietas de Ibáñez instituían obras tan disfrutables, tan celebradas, tan geniales... que aún hoy en día me cuesta imaginar su presencia en el contexto de tiempos anteriores. Para colmo, su legado es casi infinito en tiempos presentes y, me atrevería a decir, también futuros.
Recuerdo perder mucho el tiempo repasando aquellas historias y raros momentos en los que, por acumulación de gags, rompía a reír sin freno alterando el severo y religioso silencio de altas horas de la madrugada.
Ibáñez debió encarnar el mayor motivo por el que empezara a dibujar y, antes que dibujante, incluso, debo decir que fui viñetista. He renegado tanto de esa faceta que para mí hubiera sido inconcebible que algún día me refiriera a ella. Tampoco hoy me siento orgulloso, pero creo que es casi un deber reconocer su existencia.
A algunos músicos, cuando escuchamos a otro músico mejor
que nosotros, nos supone un tremendo esfuerzo no sufrir a razón de la
inferioridad de nuestro arte y ser capaces de apreciar muestras ajenas
disfrutándolas con plenitud esto es, claro está, como debería de ser.
Había algo sobrecogedor antes de internet y es que las cosas no existían tanto. Podías confundir una referencia o tomar prestado algo de cualquier lugar cuyo acceso estaba prácticamente vedado. El sueño de cualquier impostor. Sin embargo, ahora todo permanece mucho más conectado y bastan unas pocas palabras en San Google para acercarnos a la fuente primigenia del conocimiento, a la prueba irrefutable.
He reconocido la importancia de Ibáñez en mis albores artísticos, si bien Ibáñez nunca representó ese músico virtuoso por el que solo cabía sentir envidia y desear su deceso. Extrañamente, para mí, nunca encarnó un rival; sus historietas no eran algo de lo que asombrarse o admirar, sino algo que vivir y paladear con gusto.
Tenían algo que te hacían internarte en ellas sin ningún tipo de obstáculo y, como el mismo autor revelase, es imposible saber el por qué esta permeabilidad se daba con tantísima facilidad en el grueso de los lectores.
Tampoco, incluso en tiempos anteriores a internet, si
hubiera querido hubiera podido ocultar la influencia de Ibáñez, pues era
entonces poco más que omnipresente. Si bien mis viñetas nunca se parecieron a
las de Ibáñez en lo más remoto, su sombra debió alargarse tanto que solo cuando
ya en el plano físico Ibáñez es inexistente he advertido su verdadero y colosal
alcance.
Sin buscar demasiado, puedo nombrar diez dibujantes mejores que Ibáñez, pero por mucho que me esfuerce no creo que pueda encontrar un narrador mejor. Eso, a pesar de toda su idiosincrasia y las complejidades del mundo editorial en el que se desenvolvió con más gloria que pena.
Al menos aquí, en estas latitudes, nadie ha sido (y dudo
seriamente que lo sea en un futuro) tan reconocido dibujando historietas, labor
que, en proporción a su descomunal alcance, puede estimarse como prácticamente
huérfana de premios, honores y distinciones.
No sospechaba nada de esto último y supongo que bien pueden tratarse de quejas de aquellos que querían otorgarle más galardones que los que tiene, que no son pocos, y a los que según dicen Ibáñez no les prestaba demasiada atención. Otros, según parece, han renunciado a venerar viejas vacas sagradas y han osado deslizar que acaso Ibáñez no concedió suficiente crédito a sus asistentes o que, ayudado por ese ocultismo al que me he referido y espoleado por necesidades editoriales, incurrió en sonados plagios.
Me gustaría disponer de más información sobre estos últimos
puntos, no obstante, a guiso de regalo de despedida, es mi deseo alumbrar un
poco la cuestión recalcando, como advierto, mi falta de datos y sobreabundancia
de imaginación:
El Beatle que compuso Yesterday, a quien también referí en la entrada anterior, sostuvo en unas declaraciones que no estaba interesado en entender la música formalmente. Para Paul McCartney la música era un vudú y su desencriptamiento derivaría irremediablemente en el desencanto.
Los artistas, en bastantes ocasiones, podemos ser representados como una suerte de científicos locos que probamos experimentos y, de tanto en cuando, damos fortuitamente con hallazgos sobrenaturales. Ignoramos el secreto de lo maravilloso y, cuando lo conocemos, lo maravilloso deja de ser maravilloso.
Consagramos nuestra vida a esta experimentación pagando un precio bastante alto y ello puede llevarnos a albergar una gran expectativa, celo, codicia, o a borrar nuestras huellas, deliberadamente o no.
No quiero defender la supuesta sombra que se cierne sobre
Ibáñez, nada más quiero contextualizarla. Tampoco creo que estos asuntos deban
manchar su impecable carrera.
Después de atornillarse 17 horas al día en una silla durante más de media vida ocasionándole a la postre una mortadelitis crónica, con 87 años, Ibáñez seguía empuñando el lápiz y defendiendo unos personajes que eran calvos por ahorrar tiempo. Ibáñez ha agotado su tiempo y se quedó calvo dibujando. Para los que tratamos de dedicarnos al arte, esto representa una soberana heroicidad.
Su gesta me deja perplejo, pero creo que estoy en disposición de entenderla perfectamente.
Una nada despreciable porción de los habitantes de este orbe lo agradecerán el resto de su vida.