En clase de educación física, los alumnos del colegio se ordenaban en dos filas, una bastante más nutrida que otra, listos para emprender una carrera. Vestían camisas blancas y pantalones grises. Yo había llegado tarde a clase, y me coloqué al final de la fila más pequeña de las dos, que contaba con apenas tres alumnos. El profesor se mostraba visiblemente enojado a causa de mi demora.
Iniciamos la carrera y los alumnos de la fila más nutrida, al quedar más cerca del centro de la pista de atletismo, tenían bastante ventaja. En suma, nuestra fila se vio obligada a bordear los exteriores del patio, pues había partes de la pista que quedaban valladas.
Ascendíamos por una especie de pinar bastante escarpado y me encontraba cansado. No conseguí ninguna buena marca en aquella carrera, de hecho, llegué el último, cosa que debió enojar aún más al profesor.
El profesor debía de expulsarme del colegio, o simplemente quería que pusiéramos orden en nuestras taquillas. Anduve por los pasillos en busca de la mía, que no recordaba bien cual era, pues todas estaban pintadas por los alumnos de forma diferente y desordenada y, a su vez, eran muy similares.
Abrí mi taquilla, que estaba repleta de enseres, y en una bolsa de plástico rota descubrí mis acrílicos, algunos de los cuales goteaban. También descubrí trozos de pan que en un principio me parecieron apetecibles, pero resultaron estar duros. Debían de llevar bastante tiempo ahí.
Una profesora, quizá la jefa de estudios, me llamaba a su despacho y de camino por el patio íbamos conversando en inglés sobre Paul McCartney. Confesaba que no le conocía en persona, no obstante, algo le refería sobre sus affaires y, ya en el despacho, aseguraba que, al morir, dejaría a sus herederos una increíble suma de dinero.
Aquel prólogo parecía amable, pero estaba claro que, una vez finalizado, íbamos a tratar asuntos menos agradables acerca de mi mala conducta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario