Recibí un tuit de un conocido diciendo que estaba orgulloso de escuchar mi música en la exposición de un museo. Al instante, ojeé un catálogo antiguo con algunas pinturas que no me gustaron demasiado. Según parece, me atribuían la autoría de las mismas.
Decidí visitar el
museo, a fin de ver la exposición, y lo hice en compañía de una amiga. Escogí
un día que no hubiera mucho público y pensaba, en suma, en ir de incógnito. Nos
colamos por una puerta, subimos gracias a un ascensor, y en la primera planta pudimos
ver algunos cuadros. Al poco rato se personó el comisario. Argumentamos que ya
nos íbamos del museo.
En la calle había
un piano y mi amiga y yo nos pusimos a tocar. El piano se plegaba y tenía un
registro donde abundaban los graves, las teclas negras estaban a la misma
altura que las blancas. Un mendigo que estaba sentado cerca intervenía de vez
en cuando.
De vuelta a casa, contesté el tuit del conocido, señalando que aquellas pinturas no las había ejecutado yo, entonces los del museo me respondieron que, al no conocer el autor, podrían atribuírmelas y de este modo ganaría dinero con los derechos. Quedé pensando para qué había ido al museo de incógnito si todo, finalmente, se había solucionado de forma telemática.
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