Resulta chocante hasta cierto punto sostener que aquello que me ha mantenido firme en la composición musical todos estos largos años ha sido ser un paquete en esta disciplina. No poseo unas dotes excepcionales para la música, no cuento con unos conocimientos avanzados, no dispongo de un método eficaz de trabajo, no tengo un buen equipo ni buenos instrumentos… por no tener, a veces no tengo ni ganas ni previsión de pasar un buen rato.
Claro está que nadie va a pensar que sigo componiendo por el dinero o el reconocimiento (de esto, salta a la vista, he obtenido bastante poco y más aún si lo comparamos con lo mucho invertido). Alguno, no obstante, podría llegar a creer que como buen artista me debo a mi público y sigo ofreciendo obra en pos de satisfacer a mis oyentes. Tendría sentido, suena bien.
Pero pocos pensarían, en cambio, que es mayormente debido a hacer las cosas mal la razón de que las siga desempeñando durante tantos años. Mal o un poco mejor, pero definitivamente mal, en cualquier caso. Así, puedo proclamar solemnemente: la torpeza es clave.
El día que me siente al piano y no vea manera de mejorar alguna faceta de mi trabajo, posiblemente ese día mi carrera como compositor habrá acabado.
Porque si un artista se sentase al piano y ejecutase la pieza perfecta… ¿Sería necesario repetirla? ¿Sería preciso que el artista siguiera tocando el piano? ¿Habría alguien en disposición de apreciar esa pieza?
El arte es proceso y constante búsqueda. Creo en general que, como seres humanos, estamos abocados a encarnar entidades incompletas, inacabadas, en desarrollo constante. Consultamos la vida de los artistas -y de las personas- en una biografía con primera y última página y seguramente su contenido no sea otro asunto que miles de caminos emprendidos en los que en la mayoría de las ocasiones su caminante no ha dado con un destino propiamente tal.
La misma labor artística podría ser entendida como una historia en sí, y el hecho de no conocer nunca su conclusión sino solo ir acortando capítulos, da pie a seguir enganchados a la serie de la misma manera en que puede resultar un tanto desesperante no atisbar fondo.
No ha de encontrarse entre mis pretensiones tomarme muy en serio la filosofía del Reiki, pero, cuando trato de describir la labor artística, establezco un paralelismo con esa energía -llámese deidad u omnipotencia- que dicen participa en todo y sobre todo, y que nosotros canalizamos, individualizándola y personificándola. Es como si el artista entonase con su voz propia las notas de esa melodía perfecta, escrita en el abstracto y para la que cualquier sonido de cualquier instrumento va a implicar forzosamente una reducción, una aproximación burda.
Ha de concebirse como algo que todo el mundo reconoce en tanto sublime y absoluto, infinito, y lo cual todas las buenas obras de arte reflejan en gran medida, cada una en su forma y estilo.
Me gustaría creer, sí, que hay algo universal en los hitos de la historia del arte que traspasa fronteras culturales, sociales, ideológicas, morales… porque los hitos han de reflejar tan bien esa energía que, en tanto seres humanos, nos es muy difícil no apreciarla porque somos, esencialmente, fracciones de ella.
Como la idea del bien de Platón, lo esencial en el arte sería ese todo (mágico y místico, en esta ocasión) al que el artista, como chamán, accede en estado de trance y comunica a los participantes de un ritual en virtud del cual la comunidad humana entra en conexión con las fuerzas sagradas, el inconsciente colectivo, Gaia, la Pachamama, los alienígenas ancestrales o como prefiramos llamarlo y tratar, o no tratar, de entenderlo.
Así las cosas, el arte sería mero canal, el ritual, o el medio a través del cual vislumbraríamos las entretelas del cosmos, siempre y cuando el cosmos hubiera de tener escondido algún plan o significado.
El arte está lejos de aportarnos un saber meramente racional, empírico u objetivo. Ha de facilitarnos un entendimiento más profundo en el que intervienen muchas más facetas además de la razón. El arte nos conmueve, nos embelesa, nos sugestiona, nos deleita, nos provoca… provoca emociones, sentimientos y puede llegar a tener efectos fundamentales en nuestro estado, en nuestro consciente e inconsciente.
Y esto último, que en modo cierto puede llegar a ser de lo poco que podemos afirmar con seguridad sobre la práctica artística, subyace de la fábula y el engaño, lo cual ha sido considerado por muchos autores como poco más que una debilidad, como si el arte instituyera un insustancial juego de sombras. Por el contrario, otros pensadores han elevado la cuestión estética quizá demasiado alto, descuidando que al final, el arte, puede ser algo muy reducido y de muy poco alcance según donde lo coloques. Ya aportó Satie en este sentido que el piano solo interesa al que lo toca.
Ahora os revelo, tras descender de la cumbre borrascosa con las pesadas tablas de la ley bajo el brazo, que el arte es el mensaje y su contenido, lo último y definitivo; el non plus ultra, es Dios, el bien o la ciega e irracional voluntad. Y en términos conclusivos, si os fijáis bien, estoy trasladando -un poco chapuceramente- toda la problemática a un absoluto. Estoy apurando con indefiniciones la solución del problema, bastante lejos de ocuparme en resolverlo.
Si me pagaran por resolver el problema sería entonces el equivalente a un mal adivino, a un falso profeta.
Esto puede ser también un poco hacer mal las cosas, emprender caminos sin llegar a buen puerto o simplemente manifestar aquellas imperfecciones, aquel carácter incompleto, indeterminado o simplemente vivo al que me referí en primera instancia.
Lo primordial de la vida, así un poco en plata, no es de dónde hemos partido o a dónde llegaremos. Muchos han querido ocuparnos con estas cuestiones de las que sabemos y en las que decidimos bien poco. Pueden ser interesantes, sí, pero quizá viene a ser más importante que, mientras caminamos, no estemos desprovistos de ilusión.
Porque de ilusión, de arte, también se vive. Aunque no te paguen y no precisamente a causa de hacerlo mal.
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