Aunque ya traté este tema con anterioridad, se hace necesaria una segunda apología de las trampas en la práctica artística. Concretamente en la musical, pues las últimas críticas que he recibido siguen demostrando que, para muchos, el artista es un mago y si por algún casual se desvelan sus trucos, se le despoja de su condición de semidios para convertirlo en un mero impostor.
Cuando alguien acude a ver la última película de Star Wars, nadie en el cine se levanta indignado argumentando que Tatooine no existe, o que Yoda es una marioneta, o un ente digitalizado. Nadie critica el argumento por causa de ser ficticio. De hecho, cuanto más tramoya tenga la película, cuanto más efecto, cuanta más y mejor postproducción, mayor el agrado. Cuanto más conseguido esté el engaño, la ficción, entonces hablaremos de una buena película o de una pérdida de tiempo. Si alguien quiere ver la realidad en el cine lo más cerca posible, nada como conectar la pantalla de la sala a una cámara de seguridad a tiempo real. Tampoco esto será real al cien por cien, pero es de lo más parecido.
De un tiempo a esta parte han aparecido los defensores de la verdadera y pura fotografía, natural, primitiva, sin retoques. Ya todo es photoshop e instagram, nada es como antes, argumentan. La fotografía en sí misma es una discriminación de la realidad, tiene un plano, un enfoque, una óptica... es una falsificación de origen y aún así hay gente que nos habla de la fotografía de antes, de la de toda la vida, vamos, la que no tenía efecto, la que no era un engaño, la que no era maquillaje, la que se revelaba con productos químicos... No voy a hablar de todas las trampas de la historia de la fotografía, desde juegos de perspectiva, decorados, iluminación... si estos profetas de lo puro y lo verdadero conocen bien la historia de la fotografía, deben haberse saltado algunos capítulos bastante nutridos y trascendentes.
Nuestros queridos defensores de la verdad y el realismo en el arte son los mismos que van al Museo del Prado y descubren a Velázquez pagando su entrada. Este sí era un genio de lo puro y lo auténtico. Claro que sí, coño, no necesita photoshop, ni instagram, tampoco after efects.
Velázquez, para quienes no lo sepan, era la industria del cine de su época. La gran mayoría de los pintores de la antigüedad, cuando alcanzaron el máximo perfeccionamiento de su técnica, estaban respaldados por un ejército de ayudantes y aprendices. También por la casta de entonces. Los cuadros que hoy vemos en el Museo del Prado los vemos así porque otro ejército de artistas, los restauradores, se han ocupado de ellos. Falsificando la obra original, sí, como lo oyen. La gran mayoría de los pintores de la antiguedad, también, utilizaron la tecnología más puntera del momento para que sus cuadros fueran considerados lo que son hoy: hitos en la historia de las artes representativas. En otras palabras: hacían todas las trampas que podían. Velázquez no era Velázquez, es la Paramount pictures. Y sin Velázquez y los grandes innovadores y precursores que se sirvieron de la tecnología y la sofisticación para alcanzar nuevas cimas, el Museo del Prado hoy se parecería bastante a Altamira.
Así que en el cine la trampa está bastante bien vista, en la fotografía se acepta a regañadientes, y en la pintura se desconocen muchas verdades. Sin embargo, cuando llegamos a la práctica musical, aquí la gente, sin remedio, se echa las manos a la cabeza. Porque los mismos que disfrutan de la última película de Star Wars, los mismos que defienden la fotografía de 1826 con cámara oscura y ocho horas de exposición, los mismos que piensan que esto con Velázquez no pasaba, escuchan una secuencia MIDI como si fuera la voz del mismísimo Satanás. Esto es electrónica, no tiene alma. O el clásico: Rihanna no sabe cantar sin autotune. Prefieren escuchar música más auténtica despreciando que, ya por el solo hecho de haber sido grabada de alguna manera, en algún soporte, en algún estudio, que al haber sido mezclada o producida por George Martin o tu vecino que trastea los domingos con una mesa de mezclas de 20 euros, ya no es exactamente auténtica. No tan auténtica, desde luego, como el violinista que va de mesa en mesa por los cafés tocando Yesterday. Sin amplificador, ojo. Y no solo no es exactamente auténtica, sino que no tiene mérito por la sencilla razón que el ordenador lo hace todo apretando un botón mágico. La gente piensa cosas como que hoy hacer música es apretar un botón y ganar millones de euros porque es lo que hace Paquirrín. También se cree, al hilo de todo esto, que el coste de la tecnología es directamente proporcional a la calidad de la música. Podría estar hasta el infinito exponiendo doctrinas a cual más fantástica y a cual más extendida.
Cuando algún oyente me pregunta, admirado, cuánto me ha llevado hacer una pieza en la que se adivina cierta complejidad, y le respondo que algunas pocas horas, se me despoja inmediatamente de mi condición de semidios y me convierto en un impostor. Yo creo que si algo que parece has tardado años en realizarlo, te ha llevado tres horas, entonces es cuando deberías merecer el título de genio. Pero resulta ser al revés. Seguramente para estos oyentes sería un verdadero genio si no utilizara el ordenador, esa herramienta del diablo. Quizás tarde en hacer una obra presuntamente compleja unas horas, pero el proceso que me ha llevado a esa obra abarca prácticamente la totalidad de mi vida. Admiren un buen resultado y no se preocupen tanto por el proceso, queridos oyentes díscolos. En cuanto acceden a una obra artística, irremediablemente, acceden a un engaño.