Me encontraba en una academia para artistas y todos allí eran catalanes. Catalanes y artistas, me dije, esto tiene poco futuro. Hacía mucho calor en el aula, pues era verano y el sol entraba a raudales por las cristaleras. En suma, los radiadores también estaban encendidos. Fui apagándolos de uno en uno.
Visitaba a un viejo amigo que hacía tiempo se había casado y descubría que, desde entonces, había prosperado enormemente. Ahora poseía una gran parcela en medio del campo y estaba construyendo una especie de recinto amurallado. Albañiles con trajes regionales trabajaban en la edificación de un imponente castillo de piedra en el que me adentré. Descubrí una capilla con un órgano de teclas de diferentes colores, algunas de las cuales estaban precintadas con un forro de plástico.
Después de eso, vi un piano público en un paseo marítimo y me puse a acompañar a un flautista. Conseguimos atraer buena cantidad de público, la mayoría gente de avanzada edad. El flautista se iba perdiendo por el paseo y yo cada vez le oía con mayor dificultad.
Cuando concluimos la interpretación de la pieza, abandoné el piano y me dispuse a recibir las felicitaciones y las propinas. A pesar de que la ovación del público fue calurosa, destapé una alcantarilla, el lugar donde debíamos recoger las propinas, y no encontré nada. Al cabo, el flautista se reunió conmigo y me enseñó una brillante moneda de dos euros que había recaudado en su paseo. Consideré que era poco, naturalmente, pero también traté de buscarle un sentido positivo y reparé en que no había -al menos en la Unión Europea- moneda de más alto valor.
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