Todo es único en la materia e irrepetible en el tiempo. A
simple vista así parece. Lo digo porque no existen dos piedras con la misma
forma ni tamaño, ni la Tierra gira siempre alrededor del Sol en el mismo
intervalo de tiempo. Claro está que dos piedras pueden tener una composición
similar e incluso átomos de un mismo elemento, que la Tierra siempre gira
alrededor del Sol, al fin y al cabo, debido a leyes físicas inapelables. Pero
cuando sostengo que todo es único e irrepetible no me refiero a las cosas en la
ciencia o en nuestro pensamiento donde las abstraemos y las hacemos constantes
con motivo de entenderlas.
Si no tuviéramos memoria o no supiéramos abstraer, el mundo
sería más incomprensible de lo que ya lo es de por sí pues cada cosa única nos
parecería distinta y no encontraríamos las características comunes con otras
cosas de la misma naturaleza. Veríamos siempre un nuevo amanecer en vez de un
amanecer. Y las palabras no existirían pues con ellas podemos referirnos a
todas las cosas como si en un saco pudiéramos albergar el mundo. Todos sabemos
que el mundo es inabarcable, que no cabe
en un saco, y que la palabra mundo
no contiene el mundo pero necesitamos pensarlo así.
Insisto en que todo es único e irrepetible (y en última
instancia, ininteligible) porque creo que esa realidad es más definitiva que el
mundo abstracto en el que habitamos como seres pensantes. Puede, en efecto, que
nuestras ideas sean eternas pero nosotros somos finitos y limitados por nuestra
misma condición de únicos e irrepetibles. Lo que al final constituye la esencia
de uno son todos los detalles, toda
su singularidad producto de unas circunstancias concretas y entremezcladas de tal
forma que nunca en toda la Historia se volverán a repetir. Esto es lo dramático
y a la vez fascinante de la existencia, es la eterna linealidad de la vida que
sólo podemos contemplar sin ánimo de entender.