Soñé que descubría un planeta, entre Venus y Marte, pero no era La tierra. El planeta había colapsado porque solo tenía dos estaciones: primavera y otoño, de modo tal que las plantas que había en el planeta crecían de forma descontrolada, ocupando todo el espacio posible. Un salvaje que habitaba el planeta iba trepando por los árboles y bebía agua de sus oquedades. Estas tenían la apariencia de rostros tristes, pues auguraban el fin de aquel ecosistema y el salvaje, al beber aquel agua, interiorizaba aquella percepción.
Le explicaba a mi novia que el hecho de que el planeta tuviera esas dos estaciones estaba relacionado con sus planetas vecinos; Venus con la primavera y Marte con el otoño, y también aventuraba que en la actualidad el planeta había sido destruido y la evidencia que de él quedaba era el cinturón de asteroides. Aquello último me parecía dudoso y, ciertamente, la posición del cinturón de asteroides en el Sistema solar, al margen de ser o no restos de un antiguo planeta, no es la fijada en mi sueño.
Un habitante japonés de aquel planeta visitaba La tierra y le ofrecía un poco de salmón. Aunque el salmón no estuviera demasiado bien cocinado -parecía acuoso-, apreciaba que tenía bastante calidad, en comparación con los alimentos que había comido en su mundo. Y esto, como era evidente, era porque aquí, en la tierra, sí teníamos estación invernal.
La moraleja o conclusión sería entonces que, para el correcto devenir de las cosas, el verano y especialmente el invierno eran necesarios, porque estaban relacionados con la muerte y la muerte, por tanto, era poco menos que imprescindible.