Iba a comer con mi familia a un restaurante en el que tardaban en atendernos. Permanecíamos de pie en medio del salón a la espera de que nos dieran mesa. El restaurante contaba con manteles blancos y cubertería que parecía de plata. Era algo, por así decir, distinguido.
Tras un lapso de tiempo considerable, un camarero accedió
a servirnos en una mesa integrada en una suerte de aparador donde guardaban la
vajilla. Uno de los comensales había de situarse algo separado de los demás, en
adición. Atendieron a la mesa que se encontraba detrás de nosotros, y el
camarero comenzó por anunciar que a aquella hora ya no servían menú, con lo
cual, todos los comensales rompieron el folio del menú que tenían en pequeños
pedazos.
Mi padre, a la vista de este suceso, decidió abandonar el
restaurante. A la salida, comenté con un camarero la situación, intentando que
me prestara atención, pues había de atender algunas mesas en inglés. Me dijo
que, aunque no hubiera menú, podríamos haber optado por otros menús o por otros
platos de la carta. Alegué que aquellos platos podrían costar cuarenta euros
cada uno fácilmente, a lo que repuso que siempre quedaría la opción de pedir
platos de patatas fritas.
Cuánto hambre han quitado las patatas, dije, algo decepcionado.