20 de diciembre de 2019

La comida navideña

Me disponía a rodar unas escenas de un corto en casa de un amigo. Buscaba un estacionamiento que no fuera zona azul, lo cual era labor complicada. Tras encontrar un sitio, encontré otro mejor, después de andar unos metros, y moví el coche que, para aparcarlo, lo había plegado como si fuera un acordeón. No quise desplegarlo demasiado, pues se trataba de no ir muy lejos con él, y pensé en que mi amigo lo empujase hasta su nuevo lugar, pero temía que lo deterioráramos. Una vez en el nuevo aparcamiento, no vi necesario estacionar, decidí llevar el coche atado a la cintura, como si fuera un jersey. 

De camino a su casa, íbamos departiendo sobre música. Habíamos de ascender una suerte de promontorio, describiendo una espiral, atravesando una suerte de descampado.

Un hombre con su perro, que lo había sacado a pasear, caminaba más rápido que nosotros, y hubimos de cederle el paso. Cuando llegamos a la casa, ya era casa de mi novia, y mi novia entraba haciendo topless. Le pregunté si iba a entrar de esa guisa algo extrañado y ella dijo que no, que no se había dado cuenta. 

Dentro de la casa, había colocada decoración navideña. Reparé en varias velas encendidas cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Saludé efusivamente a la hermana de mi novia y a su madre, que parecían extranjeras. Faltaba por encender una gran vela en el centro de la mesa, y me dispuse a hacerlo.

13 de diciembre de 2019

El bolero de Rappel


«En cuanto a sus obras, no le reportaron prácticamente nada. De todos modos, no le parecía conveniente hacer de la literatura una profesión. Según sus propias palabras: "Un caballero no intenta darse a conocer, lo deja para los egoístas arribistas y mezquinos". Claro, quizá sea difícil apreciar la sinceridad de esta declaración; puede parecernos producto de un enorme tejido de inhibiciones, pero al mismo tiempo hay que considerarla como la aplicación estricta de un código de conducta caduco al que Lovecraft se aferraba con todas sus fuerzas. Siempre quiso verse como un gentilhombre de provincias, que cultiva la literatura como una de las bellas artes, para su propio deleite y el de algunos amigos, sin preocuparse por los gustos del gran público, los temas de moda o cualquier otra cosa por el estilo. Un personaje semejante ya no tiene cabida en nuestras sociedades […]. En una época de mercantilismo enloquecido, es reconfortante encontrar a alguien que se niega con tal obstinación a “venderse” Houellebecq y 2006, p.86-87.

Encontré esto referido a Lovecraft y también lo puedo aplicar a Orquesta Arrecife. Poco rédito económico, poca voluntad de seguir tendencias y códico caduco.

El salvaje mudo

Hará bastante tiempo, probablemente más de quince años, recuerdo haber tenido un sueño que me impactó sobremanera. No sé a ciencia cierta si por aquel entonces acostumbraba a relatar mis sueños. Es probable que sí.

En efecto, hubo una época en la que ejercí la misma práctica que ahora desempeño, solo que en el papel. No se trató de algo continuado, sino de algo bastante ocasional y esporádico. Abandoné aquella labor porque no me resultaba satisfactorio remontarme siempre a la lectura de estados pasados. Tampoco convivía muy a gusto con la arbitrariedad con la que los sueños se producían, ni con la prisa con la que había de trascribirlos para evitar olvidarlos.


De cualquier manera, este sueño no lo relaté, sino que barajé la posibilidad de hacer a partir de él una obra literaria pues, tal y como vino, me pareció de una estructura idónea para encajar en una suerte de libro o publicación. Puede ser que incluso apurase un esbozo que terminé rechazando. Y digo esto por no decir que seguramente pensé que era una historia realmente buena que, en la medida en que fui despertando, me fue desencantando.

El sueño en cuestión trataba sobre una especie de tribu que vivía en una caverna y accedía a un nuevo mundo; natural, selvático, luminoso y puro, tras un largo y tortuoso periplo que no puedo detallar en profundidad. El protagonista resultaba ser, junto a su novia o esposa, o amiga, el sobreviviente salvaje de una gran guerra, una glaciación o un cataclismo. Y como secuela de este estado anterior, el protagonista había perdido la voz, pero eso no le impedía comunicarse con su compañera a través de otros ingeniosos códigos.

A pesar de que los detalles me resulten impenetrables, consigo evocar la sensación de desamparo al perder la voz, la sensación reconfortante al encontrar formas alternativas de comunicarme… la inmensidad y sobrecogimiento de aquel nuevo mundo, tan natural y esplendoroso, que significaba un renacer tras tiempos oscuros. 

Podría haber sido una buena historia, pero resultó más interesante soñarla que escribirla.