16 de octubre de 2019
Pink
Lope de Vega
Mi familia o mis amigos iban a inaugurar un restaurante, para lo cual iban a ofrecer una cena. Aunque el menú estuvo bastante bien dispuesto, no hubo demasiados comensales, lo cual presagiaba que aquel negocio no iba a ser muy floreciente. Tras la cena, fui a acostarme y el local se transformó en una suerte de discoteca caótica.
En aquella cena habíamos de representar una obra teatral de Lope de Vega, si mal no recuerdo. Me había tocado un papel corto y mi personaje, que no adivino como se llamaba, estaba representado por una sigla. Quedaban dos días para el estreno, y yo no había memorizado ni una sola palabra del guion, con lo cual estaba un poco preocupado. A medida que profundizaba en él, descubría más palabras complejas para aprenderme, además del texto que correspondía a otros actores y que yo había de replicar.
Un día antes del estreno, en mi escritorio, buscaba la forma de memorizar aquel texto, para lo cual trataba de transcribir el guion en unos papeles en sucio, con letra mayúscula y lápices que, o no escribían o se rompían, encontrando rimas y procurando establecer reglas mnemotécnicas que no terminaban de funcionar. Mi progreso era más bien nulo y el tiempo de la función avanzaba inexorablemente.
9 de octubre de 2019
6 de octubre de 2019
La bailarina
Resulta que tenía una hermana bailarina y la acompañaba al Teatro Real, porque allí iba a representar una función. Caminábamos por un pasillo y oíamos desde allí los abucheos del público. Alguna coreografía, en algún escenario cercano, había salido mal. Me sorprendía que el ballet, llegado hasta aquel punto, fuera como los toros o el fútbol.
Habíamos de bajar unas escaleras y, antes de acceder a ellas, atravesamos un puente pequeño que, en su centro, tenía unos proyectores de luz piramidales con tres colores. Mi hermana me explicaba que era muy importante graduarlos convenientemente puesto que, de saturarlos mucho, la percepción de las distancias y tamaños dentro del escenario podrían variar, dificultando los bailes. Aquella era la labor del llamado colorista. Mi hermana había estado en los ensayos bailando y el cuerpo técnico le había pedido, en tono de broma, que les bajase una luna, refiriéndose, sí, a una luna llena que había en el decorado.
El puente, que estaba duplicado, tenía una barandilla muy baja, de modo que debía de agacharme para cruzarlo, pero entonces, cuando alcanzaba la pirámide de proyectores, había de alzarme y pasar por encima de él en un complicado escorzo, resultando que mi chaqueta negra quedó enganchada y casi doy al traste con todo aquel ingenio.
Tras sortear el puente, tocaba bajar las escaleras y tuve que cargar con mi hermana a hombros, se ve que no debía llevar calzado adecuado. Mi hermana pesaba realmente poco y me preocupé por su salud. Era bastante curioso que ella se dedicara a las artes escénicas y yo a la música.
Antes de las funciones, llevaba unos cascos para escuchar las músicas que bailaba, pero no las mías, puesto que mi música no era muy apta para el asunto del ballet. Consideraba todo un orgullo que mi hermana fuera tan afamada y talentosa.
Mis padres nos esperaban en una especie de bar, en unas mesas altas, y me invitaron a un arroz a la cubana con patatas fritas. Tuve que retirar algunos pelos largos y rubios del plato, antes de probarlo. Recuerdo el sabor dulce del tomate, mezclado con el arroz.